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Editorial

Diplomacia

“La locuacidad suele ser un defecto, salvo cuando sólo se le habla a quienes disfrutan la retórica populista; pero es una desventura cuando se usa en las relaciones exteriores...”.

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La diplomacia es el empleo agudo del tacto para mantener las mejores relaciones internacionales posibles. Por esto, no pocas escuelas prefieren llamarle a esta profesión, un arte, porque en asuntos del arte, que es la más fina expresión de la creatividad humana, o se tiene o no se tiene.

Quien carece de tacto y de arte difícilmente entiende lo que significa para la suerte de una nación el sostener y preservar con el mayor número posible de naciones y pueblos, al menos, buenas relaciones..., cuando no puedan ser excelentes. Esa finura del alma explica por qué grandes políticos, con poderosa influencia interna, son terriblemente torpes en la conducción de las relaciones exteriores.

Cuando hay conciencia de que la diplomacia es insustituible y, sobre todo, su profesionalización para poder lograr un equilibrio en las relaciones con Estados, gobiernos extranjeros y agencias internacionales, no es factible priorizar la ideología o las creencias propias, pues se corre el riesgo no sólo de herir susceptibilidades de pueblos o gobernantes extranjeros, sino de propinarle daño a los connacionales que viven en esos otros países, o a los que, viviendo en el territorio patrio, dependen de los negocios y los giros de divisas que provienen de empresas o de familias domiciliadas allende las fronteras.

Lo que está viviendo el país en relación con el Gobierno de Estados Unidos no sólo es producto de una disparidad de miradas y desencuentro entre sus dos líderes; es, sobre todo, la mezquina priorización de las opiniones, creencias, percepciones y criterios propios, por encima de los altos intereses nacionales, que no pueden quedar sujetos a la improvisación o al figureo.

En vez de fomentar la antipatía entre gobiernos, los jefes de Estado están obligados a promover y proteger los intereses de sus gobernados, para lo cual es indispensable procurar la cooperación y el diálogo, minimizando las posibilidades de confrontación, máxime con los gobiernos de los países con los que se cuentan las más intensas relaciones económicas y de seguridad. La locuacidad suele ser un defecto, salvo cuando sólo se le habla a quienes disfrutan sobremanera la retórica populista; pero es una desventura cuando se usa en las relaciones exteriores, porque, finalmente, le toca al que la emplea, retractarse como le ha correspondido en estos días, con un tono de bien disimulada vergüenza, al presidente de la República frente al secretario de Estado de EE.UU., que es lo único que puede devolver la calma en este nuevo y grave altercado.

¿Qué necesidad tenía el primer mandatario de incluir dentro de sus diatribas contra Leyva y la vicepresidenta, a Marcos Rubio y otros personajes de la política de aquel país? ¿Para qué hacerlo si después hay que recoger, públicamente, las palabras erráticamente lanzadas? ¿Qué valor teórico o práctico tiene un discurso cuyos efectos sólo pueden propinar daño a los suyos?

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