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Editorial

Diplomacia de recompensas

“Son apenas síntomas palpables de un deterioro más profundo: de un modelo que pone en entredicho el conocimiento técnico, la experiencia acumulada y la preparación que exige...”.

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En Colombia estamos viendo el desmonte progresivo de la Carrera Diplomática. Lo que por décadas ha sido un servicio profesional, discreto y regido por la meritocracia, hoy enfrenta una amenaza silenciosa: el uso cada vez más creciente de cargos en el exterior como recompensa política para amigos del poder, sin observancia de las normas, los requisitos ni la dignidad institucional.

Y aunque no se trata de una práctica creada en la actual administración, los casos de Armando Benedetti y Sebastián Guanumen, cuyas designaciones fueron anuladas por la justicia por no cumplir requisitos mínimos o por ignorar el orden de prelación de funcionarios de carrera, no son hechos aislados; son apenas síntomas palpables de un deterioro más profundo: de un modelo que pone en entredicho el valor del conocimiento técnico, la experiencia acumulada y la preparación que exige representar a Colombia en el mundo.

No se trata solo de que alguien no hable un segundo idioma o no tenga posgrado. Se trata de una cultura de improvisación que se ha ido imponiendo desde gobiernos anteriores, duramente criticada en la última campaña presidencial, pero acogida como una lógica de poder que convierte cargos estratégicos en pagos disimulados, en favores de campaña o en retiros dorados; una lógica que desprecia la formación de carrera, debilita la función pública y erosiona la legitimidad del Estado en el escenario internacional.

Lo más grave es que este desmonte no se hace con discursos, sino con decretos. En silencio, sin explicaciones públicas ni consecuencias claras. Solo hasta que la ciudadanía interpone demandas y la justicia -con meses de retraso- actúa, es que la institucionalidad reacciona. Y para entonces, el funcionario ya pasó por el cargo, ya firmó comunicaciones oficiales, ya representó al país.

La Cancillería, llamada a ser guardiana de la carrera diplomática, ha terminado validando estas prácticas, certificando lo que no se cumple, omitiendo el deber de verificación, ignorando a quienes sí han hecho el camino largo, el difícil, el profesional.

Y los organismos de control y prevención también han guardado silencio. La Procuraduría General de la Nación, llamada a ejercer control disciplinario y en especial el control preventivo sobre actos administrativos que comprometen la legalidad y la función pública, ha actuado tarde o no ha actuado. La Contraloría, que debería vigilar el uso de recursos en nombramientos diplomáticos y misiones costosas, no se ha pronunciado sobre los impactos fiscales de estas decisiones. Y la Función Pública, que debe verificar los requisitos para el acceso a cargos del Estado, parece reducida a un rol testimonial.

Los organismos de control no pueden seguir apareciendo después del daño, ni limitados a pronunciamientos genéricos. Su deber no es observar, es intervenir oportunamente, advertir y frenar.

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