Israel lanzó una ofensiva contra Irán el viernes: atacó instalaciones militares y asesinó al comandante en jefe de la Guardia Revolucionaria iraní, el general Hossein Salamí, y el jefe de la Fuerza Aeroespacial de la Guardia, el general Amir Ali Hajizadeh, entre otros militares. Murieron unas 70 personas y más de 300 resultaron heridas, según datos proporcionados por medios locales.
Irán, por supuesto, no se quedó con los brazos cruzados y respondió con más violencia. Desde Tel Aviv reportaban ayer que al menos 34 personas resultaron heridas, dos de ellas en estado crítico, mientras los bomberos trabajaban para rescatar a las personas atrapadas en un edificio que sufrió daños.
Durante casi todo el viernes, Israel envió varios mensajes de alerta máxima a la población pidiendo que permaneciera en lugares cerrados mientras el Ejército bombardeaba diferentes puntos de Irán. No fue sino hasta ya entrada la noche cuando el país hebreo informó a sus habitantes que podían salir de sus resguardos. Nadie debería vivir en tal zozobra.
La enemistad entre Irán e Israel se basa en profundas diferencias políticas, religiosas y estratégicas. Irán no reconoce la existencia del Estado de Israel y apoya a grupos como Hezbolá y Hamás, que son enemigos declarados de los israelíes. Por su parte, Israel ve a Irán como una amenaza por su programa nuclear y por el respaldo que da a movimientos armados en la región. Esta rivalidad se ha intensificado con los años y ha llevado a enfrentamientos indirectos y tensiones constantes en Oriente Medio.
Colombia, Israel e Irán son, físicamente, países tan distantes que podría pensarse que lo que pase por aquellos lares no nos afecta en nada, pero lo cierto es que el reciente escalamiento del conflicto entre estos dos no solo ponen en riesgo la estabilidad de Oriente Medio, sino del mundo entero.
Optar por el camino del diálogo no es un acto de debilidad, sino de profunda responsabilidad histórica. En pleno 2025, mientras aún no se apagan los ecos de la guerra en Ucrania ni se resuelven las heridas abiertas en Gaza por el conflicto entre Israel y Hamás, resulta inaceptable que el mundo siga girando en torno a misiles, drones y ofensivas militares. La humanidad ha alcanzado hitos científicos, tecnológicos y sociales impresionantes, pero sigue atrapada en los mismos errores del pasado cuando el poder se impone por las armas. ¿De qué sirve el progreso si no somos capaces de preservar la vida?
Cada conflicto internacional que se enciende no solo hiere a los involucrados directos, sino que erosiona la estabilidad global, sacude mercados, agudiza la pobreza y desplaza a miles de personas que huyen del horror. El planeta ya no resiste más guerras; las crisis económicas y los desafíos migratorios exigen cooperación y no confrontación. Por eso, la única salida coherente y sostenible es la diplomacia: sentarse, hablar, ceder. No es ingenuidad, es madurez. Y es, sin duda, lo mínimo que deberíamos exigirnos como civilización.