Es difícil imaginarse a alguna persona medianamente informada de la realidad política nacional, que no estuviera esperando a que ocurriera un atentado contra un congresista o un candidato presidencial de la oposición. Todo estaba dado para que sucediera.
La acritud del discurso presidencial, centrado en la ofensa a sus contradictores, con ese disimulado pero indiscutible llamado a la reacción contra quienes ha calificado con toda suerte de epítetos, no podía sino derivar en la reacción o de un lobo solitario o la de un grupo minúsculo que entendiera que cada expresión del comandante supremo de las Fuerzas Militares, y del principal defensor de los miembros de la ‘primera línea’ y de otras formas de expresión violentas, sobre todo de los menores de edad que escogen el camino de la agresividad para desfogar sus legítimas frustraciones, no era sino un llamado a su protección.
El retorno a los años horribles de los atentados a candidatos, congresistas, funcionarios, jueces, magistrados y periodistas está a la vuelta de la esquina, y que el primer escogido a ese nivel sea un nieto de presidente e hijo de una madre secuestrada y asesinada, que es visto por no pocos militantes como un natural representante de la oligarquía cachaca, y del que no se aprecian sus dones y talentos, sino solo el ‘monstruo’ que de él se ha hecho, como otros de su estirpe o ideas políticas, a punta de desacreditarlo como un rancio exponente de ese mundo esclavista y retardatario que tanto espeta el presidente de la República, como si no tuviera conciencia de que lo que dice es, en la práctica, para los desadaptados, una orden de guerra.
El presidente es incapaz de fraguar lo acaecido; pero las consecuencias de haber renunciado a ser el mandatario de todos los colombianos, fracturando la orden perentoria de la Constitución Política, que le obliga a encarnar la unidad nacional y a garantizar los derechos y libertades de todos sus gobernados, no podía ser otra que romper esa unidad y dividir infructuosamente al país, incluso territorialmente, creando islas a las que el Estado no llega. Y cuando eso pasa, ese Estado ni siquiera garantiza la vida, honra y bienes de quienes habitan en las ciudades capitales.
En algún momento del camino, el presidente escogió aquel en el que un enorme grupo de colombianos dejaron de merecer su juramento de interpretarlos, acompañarlos y facilitarles sus existencias, convirtiéndolos en destinatarios de sus arengas y ácidas críticas, inmerecedores de los beneficios del Estado, por un incomprensible entendimiento de que el Gobierno es solo para aquellos con los que se encuentra o se siente identidad.
Incomprensible, por cuanto el Estado es la permanencia de la cual los gobiernos, temporales y pasajeros, están para poner en concreto las promesas fundantes que la carta magna fija como programas a desarrollar en conjunto, como un solo pueblo.