La semana pasada, sin sorpresas, el Senado de la República eligió nuevo magistrado de la Corte Constitucional al abogado Héctor Carvajal en reemplazo de Cristina Pardo Schlesinger, quien se retiró por vencimiento de su periodo.
La amplísima votación, de 66 votos, en la que derrotó a sus competidoras, Dídima Rico y Karena Caselles, mostró que prácticamente tenía el beneplácito no solo de los miembros del Pacto Histórico -pues fue postulado por el presidente de la República-, sino el de casi todos los partidos y movimientos políticos con representación en el Congreso.
Al nuevo magistrado le precedía un valioso palmarés, pues entre sus famosos clientes contaba con el expresidente Uribe y el presidente Petro, dos extremos me muestran la versatilidad de su oficina de abogados, y de la poca prevención que podía suscitar entre los congresistas electores.
Sin embargo, las razones para inquietarse por la imparcialidad del doctor Carvajal residen en su cercanía con el mandatario de los colombianos, de cara a los procesos y trámites que cursan y deberán cursar en los despachos de los magistrados de la Corte Constitucional, y que serán de gran trascendencia no solo por la temática que encierran sino, especialmente, por los efectos que las providencias que se emitan seguramente tendrán en la realidad política y económica nacional en tiempos de la agria polarización que se vive con miras a las batallas por el poder en 2026.
Por supuesto, el que haya sido abogado del presidente Petro no quiere decir que sea imposible esperar del doctor Carvajal independencia y objetividad. Un buen abogado tiene claro lo que significa el conflicto de intereses y de las soluciones que tanto la ética como la ley ofrecen. En tal sentido, pronto habrá la oportunidad de valorar ese carácter en el nuevo magistrado, quien tiene razones para no fallarle a su juramento y a su prestigio. A su edad, 66 años, y sabiendo que solo tiene 4 más para desempeñar el cargo, del que puede significar cerrar con broche de oro su dilatada carrera profesional, pudiera jubilarse dejando una huella de altísima dignidad y decoro en el ejercicio de su historia como abogado; pero también pudiera ocurrir lo contrario. Y no hay causa que valga la pena defender si lo que se pone en riesgo es el prestigio propio.
Lo que se pone en manos de un magistrado de la Corte Constitucional es de lo más sagrado en el ejercicio del Derecho; las sentencias que se expiden en ese órgano judicial de cierre pueden mejorar o dañar la salud de la democracia.
En el discurso que ofreció a los congresistas una vez elegido, expresó frases infortunadas que sólo pueden generar inquietud, especialmente en la oración final en la que sellaba brevemente a qué se comprometía, que remató con esta afirmación: “… y decidir con ninguna imparcialidad…”. Es de esperar que haya sido un infortunado lapsus y no una traición del consciente.