Los sucesos que han rodeado la detención de los expresidentes de las dos cámaras del Congreso de la República mostrarían, de ser ciertos, la más profunda descomposición ética en lo más alto de la política nacional.
En esta tribuna hemos defendido con persistencia el respeto a la presunción de inocencia. Nadie puede asegurar que los expresidentes de Senado y Cámara son culpables de los delitos por los cuales han sido privados de su libertad; por la misma razón, no es posible afirmar que el presidente de la República haya ordenado el soborno de tan importantes servidores públicos.
Sin embargo, las pruebas que supuestamente tienen las autoridades judiciales, según lo que han difundido los medios nacionales, dan razones para suponer sobre la seriedad de las imputaciones que tienen detenidos a los encartados, y sobre la posibilidad de que más funcionarios o exfuncionarios del Gobierno corran similar suerte.
Las imputaciones son tan graves, y las informaciones sobre la apariencia de buen recaudo de pruebas son tan creíbles, que no es posible sustraerse de la valoración, al menos bajo el signo de la presunción, de tales detenciones.
Lo que más aterra es que, de resultar cierto, se confirme la proterva relación que existe entre, al menos, dos ramas del Poder Público, la Ejecutiva y la Legislativa, al punto que se necesite dar dinero a los presidentes del Congreso para lograr la aprobación de proyectos de ley o de otorgamiento de facultades a la Presidencia de la República o a otros despachos del alto gabinete.
Lo otro es que, de ser cierto, la postración moral llega a los grados primeros del Gobierno nacional, desde donde se disponen recursos públicos para lograr el apoyo de congresistas para obtener la aprobación de las iniciativas del Ejecutivo, sean estas convenientes o no.
No es posible afirmar, si resulta cierto, que el presidente dio la orden, patrocinó o permitió o alcanzó a conocer de las presuntas conductas ilícitas, hasta que no surja la prueba idónea de esa reprochable conducta; pero es evidente que, de probarse el cohecho, al menos los recursos y los trámites debieron haberse ordenado de una persona con el mayor poder y confianza del primer mandatario.
El presidente ha negado haber sobornado al expresidente del Senado; y en verdad que no se entiende la conducta de éste último si fue patente su discurso de oposición al actual Gobierno; pero desconcierta que el primer mandatario sólo reproche la conducta de Iván Name, dando por descontado que éste sí fue sobornado, y no se refiera a la gravedad de que en tal caso serían sus funcionarios o exfuncionarios quienes habrían dispuesto de recursos estatales para lograr semejante despropósito.
Y más reprochable sería si tenemos en cuenta que la promesa de cambio fue lo que llevó al poder al equipo que gobierna.
Se necesita una justicia pronta por todo lo que implica.