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Columna

Cancerbero

“Hemos edificado un infierno para que una escena como esta no sea de la mitología, sino un acto cotidiano...”.

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Cancerbero es una palabra que en su ambivalencia carga dos significados. El primero, inocente, casi cotidiano, el del portero que cuida la entrada; y el segundo, brutal, mitológico, el perro monstruoso de tres cabezas que custodia las puertas del inframundo. Hoy escribo con el corazón en carne viva, porque lo que presenciamos como sociedad no es otra cosa que el descenso constante a ese abismo del que cancerbero no deja salir ni entrar sin dolor.

Vivimos en una sociedad sin empatía. Una sociedad de odios, como tantas veces lo he sostenido. Una donde el otro no existe, donde el dolor ajeno no conmueve, donde la vida se mide en cifras, conveniencias y réditos personales. Hoy parece que la filosofía de vida de muchos es “lo que importa es lo propio, mi idea, mi beneficio, mi economía. Todo lo demás puede arder, pero no es mi asunto”.

Hace unos días se conoció un hecho que parece una distopía, pero es real, aterradoramente real. Un prestamista, gota a gota, quizá un usurero de los más ruines, decidió convertirse en cancerbero. Este se interpuso entre el ataúd de un difunto y la bóveda, impidiendo su ingreso hasta que le cancelaran una supuesta deuda. Todo ello frente a los ojos de una familia rota por el duelo, ante los hijos, vecinos, amigos, sin compasión. Ni la muerte escapó del ultraje económico.

Hasta eso hemos llegado, que una persona no pueda ni descansar en paz sin antes pagar intereses. Hemos edificado un infierno para que una escena como esta no sea de la mitología, sino un acto cotidiano. Ese cancerbero no estaba solo. Está en cada gesto de intolerancia, en cada mirada que juzga, en cada institución que actúa sin alma. Está en Santa Marta, por ejemplo, donde a un concejal sus colegas, pares, congéneres, en vez de hablarle y apaciguarlo lo redujeron con la fuerza pública como si fuera un criminal, lo desnudaron, literal y simbólicamente, y lo sacaron a patadas.

Nos volvemos pesimistas ante la humanidad. Y no por capricho, sino porque los hechos nos empujan al abismo. Fueron en vano las enseñanzas del papa Francisco, ese que aún en su muerte resuena como faro de decencia, cuando dijo que ser ateo y buena persona vale más que ser cristiano y mala gente. La falta de cariño, de afecto, la frialdad de nuestras relaciones es el verdadero reino de la oscuridad. No necesitamos esperar a morir para conocer el infierno, lo vivimos aquí, lo construimos cada día con la indiferencia, el egoísmo y la violencia desbordada.

Ese cancerbero inicial no solo fungió de portero, impidiendo el paso al descanso eterno. Fue, también, el emblema actualizado de la maldad sin límites, del perro guardián de un inframundo que ya no es leyenda, sino un sistema en el que todos estamos atrapados. Y tal vez, con dolor lo digo, algunos ya se han acostumbrado a ladrar junto a él.

*Abogado.

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