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Editorial

La vulgaridad como estrategia

“Hemos visto al presidente de la República, la persona con más responsabilidad en el deber de dar ejemplo, apelar a abreviaturas de baja estofa para ofender...”.

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El deterioro en la calidad de la discusión pública sigue su curso. Aunque los insultos entre los políticos no son una novedad, la elevación de la vulgaridad y el agravio a los más altos cargos del Estado, de manera notoria o manifiesta -incluso cuando se disimula con abreviaturas de las más rotundas ofensas- deliberada y programada, disfrutada y celebrada por la audiencia y por otros servidores oficiales, no puede normalizarse.

Lo burdo no es propio del ideal de política y, por el contrario, es una muestra de bajeza moral y de estatura del alma.

No hay expediente más fácil que el de la ofensa; cualquier pueda hacerlo y entre más cualquiera se es, más fácil aún.

Lo difícil es tramitar las diferencias con altura, con lenguaje apropiado y ejemplar, que es una expresión de la inteligencia y la “buena cultura”. Para un vulgar, mil más. Para una persona aguda, con capacidad de proclamar sus verdades con elegancia, pocos contendores.

La vulgaridad rebaja no solo a quien la usa; también a sus seguidores, porque los baja a un nivel de medianía que les perturba crecer en su naturaleza.

Se extiende por el país una peligrosa tendencia a “desacralizar” el lenguaje político para llevarlo a los grados de la chabacanería, más propia de los discursos lanzados por borrachos de la ira, del descontrol y de la negativa agudeza, que es capaz de emplear cualquier recurso con tal de lograr los efectos planeados, por más viles que resulten los medios lingüísticos empleados.

En estos días, por ejemplo, hemos visto al presidente de la República, la persona con más responsabilidad en el deber de dar ejemplo, apelar a abreviaturas de baja estofa para ofender a quienes considera sus oponentes, o para enverar la ira de sus seguidores. No puede permitirse que el primer mandatario así proceda, por diversas razones.

La más grave, por la violación directa de la Constitución (art. 188).

Otra, porque sus subalternos se sentirán autorizados para obrar en esa misma consecuencia, como ocurrió con el ministro de Salud hacia la directora de una ESE en el Meta.

Otra, porque, en el caso específico de Gustavo Petro, contradice con incoherencia supina su discurso de precursor de la paz. Él no está obligado a guardar silencio para confrontar a sus adversarios, pues es lo propio de la política; pero tendría que hacerlo desde la altura del cargo que ostenta.

Y, finalmente, para no extendernos en razones, que las hay muchas, porque si el presidente continúa empleando el lenguaje común para ofender a sus contradictores, estos quedarán habilitados para responder en idéntica manera.

Si desde el solio presidencial se pierde el respeto a la dignidad del prójimo, no habrá norma que el primer mandatario pueda alegar si, en un ataque de ira, un ciudadano le responde de manera similar a quien ostenta el más alto cargo nacional, que es la misma persona que encarna a toda la Nación.

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