En esta aproximación retrospectiva de la primera mitad de mandato de la fórmula Petro - Márquez, de la que ya nos referimos a algunos aspectos buenos y malos de los dos años que se cumplieron este 7 de agosto, cerramos el ciclo con lo feo.
Sin duda, lo más negativo ha sido el impensable devenir de los escándalos en un gobierno que basó su campaña triunfadora, entre otros pilares, en el de la lucha contra la corrupción. Al pueblo colombiano, que no es caído del zarzo, le es difícil entender que un político veterano como Gustavo Petro sea traicionado por un grupo de colaboradores, de entre los cuales algunos son viejos conocidos suyos, quienes habrían obrado dolosamente a sus espaldas, para justificar los errores en la selección, vigilancia y control sobre estos, como función elemental de quien encabeza el Estado.
La seguidilla de presuntos actos reprensibles surgieron desde la campaña electoral, como los protagonizados por el hijo mayor del mandatario y su expareja, con donaciones no registradas, o de su hermano, por supuestas ofertas hechas a capos y cabecillas de estructuras criminales, para lograr el favor de estos en las votaciones; o las supuestas interceptaciones ilegales por la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), denominada ‘Orión’; o los aportes no regularizados a la campaña; o la presunta contratación irregular en el MinDeporte, en RTVC y en, como no, la Ungrd.
La nacionalización express de extranjeros que resultaron investigados por presuntas actuaciones indebidas durante el proceso independentista catalán, vinculados a los desmanes de la primera línea, aterran porque podrían suponer constituirse en eventuales contradictores de la estabilidad institucional.
También desconcierta su visión de construcción de país a partir de la desafección de estamentos o sectores esenciales para garantizar la prosperidad y el bienestar general, como la empresa privada o el decrecimiento en la producción de hidrocarburos, sin antes haber dado los pasos necesarios para la transición energética; o el freno en las inversiones en infraestructura, con un claro tufillo hacia la estatización progresiva de sectores sensibles (salud, pensiones).
De este tipo de líneas de conducta, con razón no pocos opinadores infieren una deliberada estrategia por concitar y mantener un clima de incertidumbre sobre el futuro, de desconfianza entre los distintos estamentos sociales, étnicos y regionales, y de inestabilidad en las políticas de gobierno.
Finalmente, su dificultad para propiciar y sostener el anhelado diálogo nacional debido a la prelación de la crispación política, tal vez para asegurar la retención del poder en las próximas elecciones usando narrativas como las del poder constituyente.
Pero lo más feo es la apariencia de desaplicar intencionalmente la primerísima obligación constitucional de simbolizar la unidad nacional.