La Fundación Enrique Grau cuida el legado del fallecido maestro cartagenero, que no logra ser profeta en su tierra, a pesar de dejarle a la ciudad los tesoros artísticos de su autoría y de otros creadores.
Desde su muerte, sus bronces andan de sitio en sitio, dependiendo de la buena voluntad de unas pocas personas que los acogen temporalmente.
Estuvieron en la Federación de Cafeteros, en El Cabrero; en el Palacio de la Inquisición; y ahora en el Centro de Convenciones Cartagena de Indias. No es entonces que estén tirados en la calle, sino que deberían tener su escenario propio en Cartagena, diseñado para albergarlos y exhibirlos.
Ya conocemos el ejemplo de Antioquia y de Medellín con las obras del maestro Botero, que no bien abrió la boca para donarlas en vida, cuando ya había un museo en regla. Aunque es cierto que allá son mucho más ricos, también lo es que les sobra el pundonor que hace falta por aquí.
Mónika Hartmann, alemana de sangre, boliviana de nacimiento y colombiana de crianza, es la dinámica gerente de la Fundación Enrique Grau, que además de preocuparse por todo su patrimonio artístico aquí y en Bogotá, ahora mismo se empeña por algo muy concreto: salvar la obra del maestro en el plafón del Teatro Adolfo Mejía, en peligro de caer a pedazos.
Mediante pesquisas recientes de la Fundación localizaron en Cali a quien entonces era un joven ayudante del maestro Grau y así se supo que las figuras del plafón no son todas pintadas, sino que las más importantes -las musas- son hechas de tela pegada allí, y que algunas partes se sujetaron con elementos metálicos de cuya herrumbre se sospecha por ciertas manchas delatoras.
La señora Hartmann conoce bien los detalles, pero basta con saber que la obra de arte peligra y no aparece aún un mecenas, local ni foráneo, que “se pida” reparar el plafón sin que la Fundación tenga que pasar el sombrero, como ha venido haciendo sin éxito.
La estrategia inmediata de Hartmann es dedicar el recaudo de un concierto en el Mejía el 4 de septiembre próximo a las siete de la noche, a cargo de la Orquesta Filarmónica Juvenil de Comfenalco, a la reparación del plafón, ya que los funcionarios del Distrito a los que ella abordó le contaron lo de siempre: “no hay plata”.
Cuando una fundación liderada por Raimundo Angulo le entregó el teatro al gobierno de Judith Pinedo todo estaba en perfecto estado, y así consta en las actas de traspaso, pero la vida de la obra de Grau en el plafón depende de que no le apaguen el aire acondicionado para evitar la humedad y el calor extremos.
Pero como se lo apagan apenas acaba un evento, las musas del maestro se cocinan con el calor de adentro y la resolana de afuera.
Digámoslo claro: la vergüenza de dejar acabar el plafón es apenas otro síntoma de la falta de civismo que prevalece en la ciudad y que la perjudica en todo lo demás.
Es hora de recuperar no solo el plafón, sino el maltrecho pundonor de Cartagena.