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Editorial

Deuda pendiente con los menores

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La Ley de la Infancia, y adolescencia, aprobada en el Congreso hace ya nueve años, ha tenido sus aciertos y sus fracasos.

Lo más importante es haber establecido por primera vez en Colombia, de manera clara y sin ambigüedades, las normas que regulan la protección integral de los menores de edad, al tiempo que determinó las responsabilidades de la familia, la sociedad y el Estado en la defensa de sus derechos fundamentales, sin olvidar el establecimiento de los deberes y las responsabilidades que tienen los niños, niñas y jóvenes.
Pasado todo este tiempo, las buenas intenciones y los buenos propósitos que se buscaban con la norma, no han logrado llegar a buen término, porque desde el comienzo fue notable la ausencia de estrategias concretas para garantizar el cumplimiento de todas las políticas de protección contenidas en la norma, más allá de las buenas intenciones, como ocurre con muchas otras normas que rigen la vida institucional colombiana.
No pueden negarse los grandes progresos de la Ley en la reglamentación de los procesos de adopción, en la edad mínima para trabajar, en la descripción detallada de obligaciones específicas para asegurar la protección del niño y en la fijación de responsabilidades concretas a cada sector de la sociedad, en armonía con la Convención Internacional de los Derechos de los Niños y las Niñas, que Colombia suscribió en 1991.
También se dotó al Instituto de Bienestar Familiar de instrumentos eficaces para cumplir su tarea, pero esta se ha concentrado más en aspectos de protección de ciertos derechos como la honra y la intimidad, especialmente del impacto de los medios de comunicación, que en los derechos básicos como el de la vida y la integridad.
Dos aspectos quedaron poco especificados y determinados en la Ley de la Infancia y Adolescencia, que infortunadamente son críticos en nuestra sociedad: la garantía plena de la educación gratuita hasta el noveno grado, más allá de la seguridad de recibir una clase, y la responsabilidad penal de los menores.
La educación gratuita debe ser más que una simple inscripción en un colegio y el cumplimiento de unos mínimos requisitos académicos, y debe incluir la puesta en marcha de mecanismos que garanticen la cobertura plena con calidad.
En realidad, en lugar de simple instrucción, se trata de proporcionarles a los niños y adolescentes formación para la vida, con lo cual se reduciría notablemente la necesidad de castigar a los menores delincuentes, cumpliendo a cabalidad aquella máxima pedagógica de “educad al niño y no tendréis que castigar al hombre”.
¿Cuánto no cuesta construir los centros de reclusión especiales para menores de edad, que se han prometido hace tanto tiempo?
Ese dinero, invertido en educación, reducirá al mismo tiempo el número de menores delincuentes y el gasto en rehabilitarlos.
Pero ni siquiera la Ley de Infancia logró fortalecer la formación en lugar de hacerlo con el castigo, que es la peor forma de rehabilitar.
 

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