El vocablo inglés “bullying” significa acoso y maltrato físico, verbal o psicológico que se produce entre compañeros, especialmente en los colegios. “Bullying” se deriva de “bully” que designa a la persona que se convierte en terror para el indefenso.
Al buscar su equivalente en castellano, existen términos como “intimidador” o “matón”, del que se deriva “matoneo”, una palabra que no está en el diccionario de la RAE, pero que seguramente estará pronto debido a su uso creciente impuesto por el incremento desbordado de casos de maltrato en los colegios, y así la utilizamos aquí.
Aunque las actitudes tiránicas e intimidatorias contra estudiantes se han presentado desde hace mucho tiempo en colegios y escuelas, en los últimos años ha crecido no sólo en el número de casos, sino en el grado de crueldad y la gravedad de las lesiones causadas, que en algunos casos terminan en la muerte. El matoneo implica una relación de poder desigual entre agresor y agredido.
La propia ministra de Educación, María Fernanda Campo, reconoció ayer que el matoneo se ha convertido en uno de los problemas mayores del sector educativo, lo que ha sido refrendado por los testimonios de numerosos padres de familia.
Hasta hace cuatro o cinco años, la intimidación entre compañeros era considerada una transgresión casi infantil, cuyos efectos más graves eran el enrarecimiento del clima escolar y la perturbación de la disciplina. Hoy los casos en que el maltrato físico es lesivo se han multiplicado, estimulados por las redes sociales que sirven como plataforma para difundir desde escenas de enfrentamientos verbales y riñas simples, hasta verdaderas batallas campales que tienen la misma crueldad de las agresiones criminales.
Una circunstancia especialmente grave de este problema es que tiene origen y sustento en los prejuicios discriminatorios
Las víctimas del matoneo son generalmente aquellos niños o adolescentes tímidos, con dificultades para relacionarse, con algún defecto físico o una limitación en las funciones motoras, pertenecientes a minorías raciales o religiosas, que tienen opciones sexuales diferentes o cuyos padres están separados, viven sin haber legalizado su unión o se les considera homosexuales.
Es decir, se trata de una agresión contra quienes son considerados “diferentes” y por eso “anormales” al compararlos con unas pautas intolerantes e inflexibles.
Los casos que se conocen muestran a un grupo de jóvenes convencidos de que no pueden convivir con quienes no reúnen las características consideradas “normales”, por lo que buscan la exclusión y, en cierto modo, la desaparición de las víctimas. Gran parte de la responsabilidad de que estos comportamientos proliferen es de los propios colegios que muchas veces prefieren hacerse los desentendidos que confrontar a los abusadores.
Para enfrentar el problema se requiere entonces considerarlo algo más que una manifestación de la delincuencia juvenil, que exigiría principalmente una solución represiva.
No se trata de unos cuantos desadaptados que quieren imponerse y validar su poder mediante la violencia, sino de un comportamiento individual y colectivo que luego se replicará en la sociedad y cuya erradicación exige la ayuda de muchos sectores, y sobre todo, la vigilancia de los propios padres.