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Columna

El laberinto del financiamiento rural

“Aunque el acceso al crédito de fomento ha crecido en las últimas dos décadas, la cobertura sigue siendo insuficiente...”.

Clark Granger

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Colombia es un país de paradojas agropecuarias, mientras reconocemos nuestra vocación agrícola y la importancia del campo para la seguridad alimentaria, persistimos en mantener un sistema financiero que, en la práctica, le cierra las puertas al eslabón más vulnerable de la cadena: el pequeño productor. Un reciente estudio del Banco de la República sobre el crédito agropecuario revela una realidad preocupante que merece ser discutida con urgencia, especialmente desde las regiones que, como el Caribe, ven rezagado su desarrollo rural.

La radiografía es clara, aunque el acceso al crédito de fomento ha crecido en las últimas dos décadas, la cobertura sigue siendo insuficiente. Si somos estrictos en la medición, apenas el 37% de la población rural ocupada en el agro accede a financiamiento formal. Adicionalmente, existe una marcada concentración geográfica de los recursos en la región Andina (Antioquia, Cundinamarca y Boyacá).

El problema tiene una raíz económica que va más allá de falta de voluntad de los bancos. El estudio evidencia una falla de mercado exacerbada por la regulación, ya que los topes a las tasas de interés que buscan proteger al pequeño productor terminan excluyéndolo. Otorgar un crédito de bajo monto en una vereda lejana implica costos operativos y de riesgo que muchas veces superan los ingresos de las instituciones financieras. Se genera así una “zona de racionamiento”: para créditos de montos bajos y plazos cortos, prestar dinero es inviable financieramente.

Esta dinámica ha dejado al Banco Agrario prácticamente solo en la tarea de irrigar recursos a los pequeños campesinos, mientras la banca comercial prefiere cumplir sus obligaciones de inversión forzosa a través de sustitutos menos riesgosos o enfocándose en grandes productores. El sistema, tal como está diseñado, desincentiva la competencia y profundiza la dependencia estatal.

Pero la barrera no es solo de oferta, también hay un abismo en la demanda. Muchos de nuestros campesinos se autoexcluyen del sistema. No solicitan crédito por miedo a los trámites, por desconfianza en las entidades o por la percepción de que “eso no es para ellos”.

¿Qué camino tomar? La evidencia sugiere que debemos repensar los instrumentos de fomento. Es necesario flexibilizar los topes de tasas para que reflejen los costos reales de la ruralidad, compensando al productor no con techos artificiales, sino con subsidios directos y transparentes. Asimismo, el crédito no puede ir solo, debe ir acompañado por asistencia técnica y tecnología para reducir la incertidumbre de las cosechas. El desarrollo del campo colombiano no se logrará solo con buena voluntad, sino con ingeniería financiera que entienda las realidades de nuestros territorios. Para más detalles sobre las estrategias requeridas, lo invito a consultar el estudio en el portal del Banco de la República (DTSERU No. 337).

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