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Columna

La verdad como bálsamo

“Incentivar la verdad no es debilidad: es inteligencia institucional y una verdadera segunda oportunidad...”.

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Un proceso penal, lejos de ser un expediente frío, es siempre un drama humano. Lo es para la víctima y lo es para quien aparece como presunto responsable. A ambos extremos los atraviesan el miedo, la vergüenza, la incertidumbre y el impacto devastador sobre sus familias, su entorno y su vida cotidiana. Por eso la respuesta del Estado no puede reducirse, de forma automática, a la pena privativa de la libertad, al castigo como único lenguaje, al dolor como solución.

En muchos casos, incluso en aquellos que parecen menores, como un hurto o una estafa, las víctimas no solo quieren saber quién ejecutó el hecho, sino quién lo ordenó, quién movió los hilos, quién desde posiciones de poder o cercanía lo orquestó. Y en los casos más extremos, como homicidios o graves violaciones de derechos humanos, suele aliviar más conocer la verdad saber dónde está el cuerpo, qué ocurrió realmente que imponer mil condenas simbólicas.

La verdad, entonces, opera como un auténtico bálsamo social. No es una concesión moral ni un atajo jurídico, sino una herramienta racional de política criminal. Por eso sistemas como el estadounidense edificaron su estructura sobre la cooperación: beneficios, protección e incluso inmunidades, a cambio de información veraz, comprobable y útil para desmantelar organizaciones y revelar a los máximos responsables. Es una transacción en la que ganan el Estado, la ciudadanía, las víctimas y, también, quien decide romper el silencio.

En Colombia, el principio de oportunidad nació con ese mismo propósito. Su razón de ser es permitir que la verdad emerja allí donde la investigación tradicional no alcanza, especialmente en fenómenos complejos como la corrupción enquistada en el poder público. Escándalos de alcance nacional, como el de la UNGRD, lo evidencian con crudeza: la información aportada por delatores fue clave para entender cómo operaban las redes, quiénes daban órdenes y cómo se desviaban los recursos. Sin embargo, el uso de esta figura sigue siendo marginal y errático.

La reciente descentralización de su manejo, sin una capacitación técnica sólida, ha profundizado el problema. Un mecanismo reglado termina dependiendo del criterio individual de cada fiscal, con reglas que cambian de despacho en despacho. La desaparición del acompañamiento especializado que antes brindaban instancias técnicas debilitó la orientación de la política criminal y envió un mensaje peligroso: cooperar es incierto.

La ironía es evidente. Si la cooperación fuera eficazmente incentivada, el sistema resultaría atractivo incluso para figuras de alto perfil, como el conocido alias ‘Papá Pitufo, o para otros actores que han orbitado grandes escándalos de corrupción. Muchos decidirían hablar, señalar a quienes manejan los hilos y asumir su responsabilidad. Hoy, en cambio, quienes cooperan lo hacen pese a los beneficios, no gracias a ellos.

Y eso produce tristeza y desánimo. Se subestima al testigo colaborador, se le incumple, se le cambia el juego y se le expone. Sin duda debe asumir culpas, pero el Estado también debe cumplir. Incentivar la verdad no es debilidad: es inteligencia institucional y una verdadera segunda oportunidad para la justicia. El proceso penal no puede ser una puesta en escena que protege el poder y castiga el silencio.

*Abogado penalista.

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