A una semana de la Navidad y en uno de los más crudos inviernos, el mayor peligro y temor de las huestes americanas no era el gigantesco, más numeroso y mejor armado ejército británico acantonado en Boston. George Washington estaba preocupado. Semanas antes le habían dicho de un macabro plan de los ingleses y él lo había desestimado, pues no los creyó capaces de semejante bajeza. Sin embargo, cuando en sus filas aparecieron varios infectados de viruela se preocupó más.
Décadas antes ya se sabía que, si se adquiría alguna forma de viruela “débil”, por inoculación, se conseguía inmunidad de por vida para evitar padecer una forma grave o mortal de la enfermedad. Dicen las malas lenguas que durante la rebelión de Pontiac y un largo asedio indígena, un pérfido comerciante británico, azuzado por algún taimado militar, tomó unas mantas del hospital, a la sazón contaminadas de viruela mortal y las distribuyó con sevicia entre los bravos guerreros de Delaware con desastrosos resultados. Fue uno de los primeros ataques biológicos de que se tenga conocimiento en la malévola historia de la humanidad. Por estas calendas, hace exactamente 250 años, algo así hicieron los ingleses para evitar la independencia de Estados Unidos. La infección deliberada, como acto de guerra, era real. Washington sabía que debía proteger a sus fuerzas de la viruela para derrotar a los británicos.
Esta semana el New England Journal of Medicine registró el papel de la viruela durante la independencia de Estados Unidos. En el mismo número se publicaron dos gigantescos estudios que demuestran los beneficios de la vacuna de dosis alta contra el virus de la influenza en mayores de 65 años. Dado que la prevención de los graves y mortales efectos de la gripe es una prioridad de salud pública, en los países que aún no utilizan la vacuna de dosis altas, la evidencia debería empujar a los responsables políticos a hacerla obligatoria en la población de alto riesgo. En contravía con siglos de evidencia, obtusos ministros, aquí y allá, han renegado de las vacunas, promoviendo con ello brotes mortales de enfermedades que ya deberían haber desaparecido por su fácil prevención.
Por estas calendas se masifican etílicas reuniones sociales, suculentos abrazos y besos, multitudinarios viajes en los cuales se encierran durante horas centenares de personas. Todo ello promueve infecciones virales con lamentables consecuencias. De la pandemia debimos masificar tres lecciones fundamentales, especialmente para poblaciones en riesgo: la mascarilla para reuniones masivas y cerradas, la vacunación oportuna y el lavado de manos. Es cierto: “Una cosa es cometer un error, otra es seguir cometiéndolo”.

