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Columna

La transición energética es inevitable pero no instantánea

“Sin gas, sin respaldo térmico y sin producción propia, el sistema se vuelve más frágil, más caro y más dependiente del exterior...”.

Javier Lastra Fuscaldo

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Daniel Yergin, uno de los mayores referentes mundiales en geopolítica y energía, no escribió “El nuevo mapa” como un tratado ideológico. Lo escribió como una advertencia.

En un mundo marcado por tensiones geopolíticas, disputas comerciales y conflictos armados, la energía volvió a ocupar el lugar que nunca debió perder: el de factor central del poder económico y de la seguridad nacional.

El libro, publicado desde el 2020, muestra con claridad cómo el tablero energético global está cambiando. Estados Unidos pasó de ser un gran importador a convertirse en potencia exportadora gracias al shale (petróleo y gas atrapados en roca de baja permeabilidad). China diversifica proveedores, rutas y fuentes. Europa, por su parte, aprendió —a un alto costo— que ignorar la seguridad energética por razones ideológicas, eminentemente ambientales, tiene consecuencias directas sobre precios, inflación y competitividad.

En Colombia, a mi juicio, el problema no es una supuesta incertidumbre regulatoria. La señal es más clara —y más preocupante—: existe una línea política, seguramente bien intencionada, orientada a desincentivar el uso de combustibles fósiles, incluso a costa de encarecer la energía y afectar el bolsillo de los usuarios.

No se trata de errores técnicos, sino, desafortunadamente, de una decisión ideológica que desconoce la realidad del sistema energético.

Yergin, analista californiano, insiste en una verdad incómoda: una transición energética bien hecha no elimina los fósiles de inmediato; los integra mientras se construyen alternativas confiables. Negarlos antes de tiempo no acelera la transición, la debilita. Sin gas, sin respaldo térmico y sin producción propia, el sistema se vuelve más frágil, más caro y más dependiente del exterior.

Colombia aún produce petróleo y gas, y no debería renunciar a ampliar el uso estratégico de esos recursos para financiar la transición, fortalecer redes, desarrollar almacenamiento y proteger a los usuarios más vulnerables. Abandonarlos sin haber construido energía firme es asumir un riesgo innecesario que termina pagando la gente, no quienes escriben los discursos.

El nuevo mapa no niega el cambio climático ni el crecimiento de las renovables. Niega la ingenuidad.

El mundo no castiga a los países que usan fósiles; castiga a los que no planean. Y Colombia, si quiere evitar una transición hacia la escasez y los altos precios, haría bien en leer este libro hasta el final… y actuar en consecuencia.

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