Recordando con añoranza aquel pasado feliz, pensaba que somos la última generación que creció antes de que el internet se apoderara de todo. No teníamos wifi, teníamos amigos reales que nos tocaban la puerta o nos pegaban un grito para que saliéramos. Para divertirnos no dependíamos de una pantalla, jugábamos en la calle: a la peregrina, a la bolita e’trapo, al quema’o, al escondi’o; nos bañábamos en el aguacero y buscábamos el chorro más fuerte para mojar allí nuestras carcajadas. Usábamos las hojas de los árboles como dinero y una caja vacía se podía convertir en un cohete que nos llevaba directo a la Luna.
Cuando los amigos cumplían, allí estábamos todos cantando “japi berdey” al compás de aplausos alrededor del pudín. Pensar que ahora basta con dejar un mensaje en el muro de Facebook o en las historias Instagram.
Nosotros no deslizábamos, esperábamos. Esperábamos que nuestra canción favorita sonara en la radio con el dedo listo para grabarla. Esperábamos una semana para ver nuestro programa favorito. Esperábamos en casa una llamada en el teléfono fijo. Esperábamos que la cinta del caset se rebobinara…
Nuestros televisores eran cuadrados y pipones, y solo tenían dos canales. No teníamos fotos digitales, pero sí las podíamos tocar. Tampoco tenían filtro, eran espontáneas, como las revelara el rollo. La información no estaba a un clic, sino en las enciclopedias y las bibliotecas. El correo no era electrónico, sino un lugar donde se llevaban las cartas metidas en un sobre. Crecimos sin GPS, pero llegábamos a todos lados con un mapa y preguntando. No había Rappi, ni comida a la carta, comíamos lo que había en casa. No tuvimos parques de bolas, ni de plástico, nosotros nos juntábamos en fila y nos deslizábamos por el rodadero de hierro. Tomábamos agua de la pluma. Cuando alguien nos gustaba se lo decíamos en la cara, y para ser novios había que “echar el cuento” y esperar varios días la respuesta.
Fuimos la generación que escuchaba a sus padres, que conversaba en la mesa, que leyó a Carreño y que tenía que llegar a casa antes de que se hiciera de noche.
Hoy, vivimos de prisa, corriendo, queremos todo ¡para ya! Temblamos más con una batería baja que con un susurro en la nuca. Si nos tropezamos, agarramos más fuerte el celular que la mano del de al lado. Preferimos mil “likes” en las redes, que un me gusta en el oído. Si nos invitan a cenar, estamos más pendientes de inmortalizar el plato de comida en una foto que disfrutar de la compañía.
Como generación, nosotros ya nos estamos yendo, y nos toca pasarles la antorcha; pero queremos decirles que disfruten un poco más de las cosas simples, mírense a los ojos, díganse cuánto se aman y cumplan su propósito… porque el camino parece largo, pero realmente no lo es. Y como decía John Lennon: “La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes”.
