“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, Lord Acton.
Hugo Chávez fue presidente de Venezuela luego de un intento de golpe de Estado fallido, de estar preso y de ser liberado. Su historia es la de muchos caudillos latinoamericanos que, llenos de buenas intenciones y de promesas de cambio, una vez en el poder erosionan las instituciones democráticas y se convierten en autócratas. La excusa siempre fue la instauración de las libertades y la democracia, como en Cuba, en donde la lucha contra la dictadura de Batista justificó la revolución. Los nacidos en este siglo se sorprenderían de saber que, el 19 de abril de 1959, Fidel Castro dijo: “El pueblo de Cuba sabe que el gobierno revolucionario no es comunista (…) nuestra revolución es tan cubana como las palmas”. Hoy, luego de 66 años, Cuba es el último bastión del totalitarismo de Estado y de la “dictadura del proletariado”.
Con Chávez pasó algo parecido. Ganó las elecciones en 1998 con un discurso anti-establishment, prometiendo profundizar la democracia, las libertades y la inclusión social, y bajo esas premisas asumió el poder en 1999, pronunciando un icónico juramento que muchos socialdemócratas celebramos como una premonición de una Venezuela más justa: “Juro (…) que sobre esta moribunda Constitución haré cumplir e impulsaré las transformaciones democráticas…”. A pesar de lo anterior, casi inmediatamente después de su posesión, comenzó a implementar el “Socialismo del siglo XXI”, una concepción ideológica neo-colectivista, postmarxista (postestalinista) y populista, que priorizaba las necesidades comunales, la propiedad social, el anticapitalismo y anti-neoliberalismo, por encima de los ideales de la democracia y que progresivamente fue erosionando la separación de poderes, cercenando la prensa libre y transformando a Venezuela en una autocracia en la que hoy no hay prensa libre, ni democracia ni libertad, sino un régimen autoritario, controlado por una mafia (organización criminal) que ha hecho que más de ocho millones de venezolanos migren a otros países.
Lo sorprendente es que aún existan quienes consideren que el gobierno de Maduro representa alguna ideología, que no entiendan que desde hace mucho tiempo se trasformó en un régimen que no es de izquierda ni de derecha, sino en una organización criminal y antidemocrática que viola sistemáticamente los Derechos Humanos y las libertades mínimas, una autocracia postmarxista que se mantiene ilegítimamente en el poder, como se corroboró en las elecciones del 2024; por eso asombra que al Gobierno no le indigne –como a Boric, en Chile- la persistencia del autoritarismo de Maduro, sino el Premio Nobel de Paz de María Corina Machado, con quien se puede tener -como en mi caso- diferencias ideológicas insalvables, pero a quien no se le puede desconocer la valentía de enfrentar al tirano, bajo la falaz excusa de que “incita a la agresión”, como sostuvo la canciller colombiana.
*Profesor universitario.

