La noche del jueves 11 de diciembre participé en una reunión de lectoras con Liliana Blum, autora de varios libros potentes, entre ellos El monstruo de El pentápodo, que nos convocó ese día. La historia aborda un tema que conocemos, pero que nunca deja de estremecer: el pedófilo como alguien cercano, de una apariencia tranquila, con pinta de gente de bien, que se esconde perfectamente en esa apacible forma destruyendo lo más bello que tenemos en la sociedad: los niños y su sagrada inocencia.
Uno de los comentarios que más llamó mi atención durante la conversación fue que, cuando la autora envió su manuscrito para edición, hubo dudas sobre publicarlo por miedo a una cancelación. Resulta increíble que todavía exista la tentación de evitar ciertos temas, como si callarlos sirviera de algo. Esa resistencia no habla del libro sino de nosotros: de lo incómodo que es reconocer realidades que preferimos negar.
Lo otro que volvió a sacudirme —como cuando surgieron las denuncias del #MeToo— es que el abuso infantil es mucho más frecuente de lo que pensamos. Los abusadores están en todos lados, y los niños, en muchos casos, están desprotegidos sin que lo sepamos. Leer este libro no resuelve el problema, pero sí abre los ojos. Y hace falta.
Liliana Blum escribe con una claridad impactante. No recurre al morbo ni a los adornos. Cuenta la historia desde dos voces: la del pedófilo y la de la mujer a quien señalan como su cómplice, aunque en realidad es víctima de una sociedad que excluye y juzga con rapidez. La autora muestra sin exageraciones cómo operan las carencias afectivas, los prejuicios y la soledad que puede llevar a alguien a confundirse hasta puntos peligrosos. Son temas difíciles, pero Blum los trata sin sensacionalismo y sin suavizarlos.
La autora compartió algo que nos dejó pensando: no se trata de justificar al monstruo, pero sí de entender que alguien “normal” no lucha a diario con un impulso destructivo. Un pedófilo sí. Nunca se recuperará y siempre representará un riesgo, pero también es alguien enfermo. Ese comentario me hizo reflexionar en algo más amplio: todos cargamos con partes menos luminosas. La diferencia está en aprender a reconocerlas, contenerlas y evitar que dañen a otros.
En tiempos donde abundan la agresividad, la desconexión y la prisa, quizá lo mínimo que podemos hacer es trabajar en nuestra propia humanidad. Leer, escuchar, observar sin tanta negación. No para volvernos expertos en el mal, sino para no permitir que se esconda tan fácilmente.
Quizá por eso experiencias como la de esa noche, leyendo y conversando alrededor de un libro incómodo, son tan valiosas. No nos vuelven mejores personas por arte de magia, pero nos permiten mirar de frente lo que pasa, ponerle palabras a lo que suele quedar en susurros y, al menos por un rato, sentir que no estamos tan solos frente al miedo. Tal vez ahí empiece algo: en hablar, en escuchar y en no seguir haciendo como si nada.

