En ese miserable pueblo minero la salud pública no existía, carecían de todo y rebosaban de enfermedades mientras que, ¡oh, paradoja!, la miel eran aquellos pocos cuya enfermedad era el exceso de utilidades. El canto de sirena de las pingües ganancias socavó la ética y solo la muerte de un paciente lo marcó de por vida y lo regresó a la ardua labor de curar y aliviar en ese pequeño pueblo de Gales. Es La Ciudadela, libro autobiográfico de A. J. Cronin que fue, al tiempo, motivo de la creación del Servicio Nacional de Salud del Reino Unido en 1948 y acicate para que algunos se convirtieran en médicos.
En El Cairo, huyendo de persecuciones y calumnias, acuñó toda la fama habida y por haber al curar y salvar vidas de ricos y pobres. Su fama trascendió fronteras y prejuicios hasta el punto que, siendo judío, atendió a la corte ayubí y salvo la vida del hijo de Saladino. Un olvidado bardo llegó a decir de Maimónides que “si la luna se hubiese dirigido a él, también la hubiera curado de sus eclipses”.
Igual que ellos, antes y después, muchos se sintieron dioses al regresar al mundo de los vivos a alguien que ya se había ido. Otros levitaron en la atmósfera de la egolatría tras precisos diagnósticos y exitosos tratamientos, olvidando los fracasos. En contubernio con la musa de la tecnología y las arpías del encarnizamiento terapéutico, otros fueron diablos resucitando muertos en vida o se lucraron de las desgracias de otros.
Muchos no vivieron esa era en que el cura y el alcalde eran figuras secundarias ante el médico familiar cuya vida era pletórica de viandas, productos de pan coger y el eterno reconocimiento de pacientes y familia luego de ejercer ese hermoso Reiki de la poderosa imposición de manos y la sanadora relación médico paciente cuando no existían intermediarios. Ellos hoy aprenden una medicina que le dedica solo el 13% del tiempo al contacto directo con pacientes y con una excesiva dependencia de la tecnología, con las resultas de mayor riesgo de errores en diagnóstico, mayor morbimortalidad de pacientes, sobrecostos al sistema y mayor estrés y agotamiento del personal de salud y deterioro de la relación médico paciente.
Todos alternan diariamente entre héroes y villanos mientras se desgastan entre la depresión, los vicios y el suicidio mientras otros agradecen y aprenden la enseñanza de la eterna resiliencia de un anciano o la esperanzadora sonrisa de los pacientes terminales. Enfrentados a todo eso y a la novel generación de pacientes afectados por el terror a enfermar (nosofobia) y la aversión a los médicos (iatrofobia) la mejor solución es seguir la máxima: “Donde quiera que se ama el arte de la medicina se ama también a la humanidad”.
*Profesor en la Universidad de Cartagena.

