Enfrentados al final del fin se podría pensar sobre lo que se hizo, lo que se debió haber hecho, lo que pudo haber sido, lo que se quiso y lo que no fue. Muchos no tienen tiempo o cerebro suficiente para pensarlo.
Un buen día llegó a la UCI y se encontró con una paciente en muy malas condiciones, destruida por el cáncer de pulmón, abandonada por la vida y por su hijo luego de huir de un esposo maltratador. Sabía mejor que nadie que la muerte llegaría pronto, pero entretanto eran el dolor, la dependencia de otros y el abandono la única compañía cuando la esperanza se había ido de su vida. El médico mentalmente intentó todo y preguntó de más, pero, al escuchar su realidad, no sabía cómo ayudarla y solo atinó a preguntar: “¿Quieres un poco de helado?”. Ella, sorprendida por la inesperada pregunta, solo pudo esbozar una sonrisa y responder: “¡Sí!”. El helado hizo su magia y la paciente, tras relajarse, pudo tomar las mejores decisiones para su final de vida. Días después, otro paciente, quien había dedicado su vida al trabajo y a su familia, había sido invadido por una fatal enfermedad que se aprovechó de las lentitudes y vericuetos de un perverso sistema de salud y él, pensando en lo difícil, oscuro y doloroso, le aterraba más no saber cómo sería el final. Nuevamente el médico esgrimió la misma estrategia: “¿Quieres helado?”. La respuesta fue la misma y el helado hizo el milagro de endulzar las últimas horas del paciente. Para la siguiente paciente el tiempo que le quitaba la mortal enfermedad era lo más importante y solo quería que los médicos fueran capaces de llevarla con vida al matrimonio de su hijo, unos meses después. El médico comprendió que el helado que deseaba la mujer era poder asistir a la boda de su hijo antes del final y eso le concedió en el hospital para que pudiera morir en paz. Tres historias contadas por un neumólogo intensivista quien vive en La Jolla, San Diego, California, y que recientemente las publicó en The New England Journal of Medicine. En nuestro medio puede ser un tinto o una Coca Cola lo que logra ayudar a ese paciente al final de la vida para, cuando es posible, organizarlo todo y terminar como se quiere. Bien podría hacérsele esa pregunta al gobernante de turno enfrentado al horrendo final de su mandato o a un país que lo ignora o que sabe que sido llevado al peor de los mundos. Y no es un helado la respuesta adecuada para ellos. Claro, como están las cosas, es posible que ninguno de los dos tenga idea de lo que quiere o lo que le conviene. Lo dijo Clemenceau: “Es preciso saber lo que se quiere; cuando se quiere, hay que tener el valor de decirlo, y cuando se dice, es menester tener el coraje de realizarlo”.
