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Columna

El dolor no se olvida, se transforma

“Solo el tiempo y una actitud resiliente fueron tejiendo, lentamente, la posibilidad de seguir viviendo...”.

VIVIAN ELJAIEK JUAN

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El dolor es uno de los sentimientos más universales del ser humano, y también uno de los más difíciles de soltar. Cuando la vida nos arrebata a alguien que amamos, no hay consuelo inmediato ni palabra suficiente. Desde mi temprana adolescencia conocí su verdadero significado: la muerte de mi padre, con tan solo cincuenta años, nos dejó huérfanos a cuatro hijos y con una madre a la que la añoranza la acompañó hasta sus últimos días. Años después, me casé. Y tras doce años de matrimonio, enfrenté un nuevo tipo de pérdida: el divorcio. Un dolor distinto, pero también profundo. Porque la ruptura de una familia también exige un duelo, una despedida silenciosa de lo que alguna vez fue un hogar.

El golpe más devastador llegó tiempo después. Mi hijo, que padecía una afección en el corazón, murió repentinamente mientras dormía a los veintisiete años. No hay herida más honda que la pérdida de un hijo. Es como si arrancaran una parte de uno mismo, y el vacío que deja parece imposible de llenar. En los últimos años también tuve que despedir a mi madre, esa figura que durante tanto tiempo fue mi sostén y ejemplo. Su partida trajo un dolor más sereno, pero igualmente profundo. Sentí que, con ella, se iba una parte esencial de mi historia. Sin embargo, también comprendí que el amor que nos unió era más fuerte que la ausencia, y que su presencia sigue viva en mis gestos, mis recuerdos y mi forma de ver la vida.

En esos momentos de oscuridad recibí muchos libros sobre el duelo, enviados con cariño por amigas que querían ayudarme a sanar. Leí algunos, pero pocos me sirvieron. Porque el dolor, cuando es tan grande, no se cura con teorías ni palabras ajenas. Solo el tiempo y una actitud resiliente fueron tejiendo, lentamente, la posibilidad de seguir viviendo. Muchas personas me preguntan cómo se sobrevive a algo así, especialmente la muerte de un hijo. Y mi única respuesta, la más honesta que puedo dar, es: “Viviéndolo con amor.” El amor ha sido el antídoto más poderoso que he experimentado y conocido. Recordarlo con amor, revivir sus abrazos con amor, imaginar sus sonrisas y sus ganas de vivir con amor. Pensarlo feliz, libre, en paz. Porque si el dolor nos paraliza, el amor nos reconstruye. Y cuando elegimos recordar con amor, el recuerdo deja de doler y empieza a iluminar.

Por eso hoy quiero invitar a quienes han sufrido una pérdida, a que intenten transformar su dolor en amor. Que llenen de ternura los espacios del vacío que produce la ausencia de ese ser querido. Que permitan que los recuerdos, en lugar de pesar, acaricien. El dolor no se olvida, se transforma. Y en ese proceso, comprendemos al fin que el dolor es el maestro, la resiliencia el camino y el amor, la fuerza sanadora que nos devuelve a la vida.

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