“La hostilidad, como la confianza, es una dinámica contagiosa. Ciertos líderes políticos refuerzan su poder personal expoliando la cólera. Nos regañan como a niños porque no odiamos lo suficiente. Los autoritarismos triunfan cuando acatamos las coordenadas de sus ejes del mal. Fabricar enemigos es uno de los sectores económicos más rentables y con mayor demanda. Las vísceras cotizan en la bolsa. Urge usar las palabras no como arma sino como argamasa. Cultivar el debate frente al combate. No podemos permitirnos tener más odios que ideas.”
Irene Vallejo.
Es indudable que la forma de hacer política en el país ha cambiado y, lo peor, para mal. Vale la pena remontarnos al siglo pasado, a la década de los cuarenta. Laureano Gómez Hurtado, el célebre “hombre tormenta”, polémico y frontal, era duro, sin ser incendiario. Tenía carácter, sin estridencias; gallardía, sin gritería amenazante. Y en tiempos de polarización conviene recordar dos de sus frases. La primera: “Los hombres no son más que briznas de hierba en las manos de Dios; es su mano omnipotente la de salvar a Colombia”. La segunda, aún más profunda: “No es la libertad la que nos conduce a la verdad, sino la verdad la que nos hace libres. La libertad no es un hecho, ni siquiera un derecho; es una recompensa y solo la disfrutan los que saben merecerla”.
Estas ideas resaltan cuando contrastamos el pasado con lo que hoy se pronuncia desde entrevistas y redes sociales. La crítica es válida, incluso necesaria, pero no puede nacer de los odios, ni derivar en confrontaciones estériles. En reciente entrevista radial, el doctor De la Espriella afirmó que no sacrificaría a su familia por un país de “desagradecidos, desleales y cafres”. Cafre significa bárbaro, cruel, grosero; la utilizó Darío Echandía en 1979 para describir una Colombia ya desbordada por la violencia verbal.
Se necesita más tino y prudencia. Puede que ese no sea el estilo del candidato, señor Abelardo, pero el entorno político tampoco ayuda cuando desde discursos cercanos se invoca “acabar con los enemigos”, “destriparlos”, “erradicar esa plaga”. Ese lenguaje, de grueso calibre y tono vociferante, no es nuevo. Ya en los años ochenta y noventa —los más oscuros del siglo XX— esa retórica virulenta alimentó el genocidio contra la Unión Patriótica: dos candidatos presidenciales asesinados (Jaime Pardo Leal, 1987; Bernardo Jaramillo Ossa, 1990), nueve congresistas, setenta concejales, decenas de alcaldes, diputados, líderes sociales, sindicales y culturales.
La JEP calcula 5.733 víctimas; la Corte Interamericana de Derechos Humanos habla de más de 6.000 y declaró responsable directo al Estado Colombiano. No es un asunto menor: el lenguaje importa. La palabra inflama o construye. Y cuando la política ruge como tigre, el país entero termina pagando el precio.
Columnista.
Pedrisperez50@gmail.com

