Jamás olvidaré lo ocurrido el 25 de febrero de 1959: de pantalones cortos, acompañé a mi madre, doña Carmen Sagbini, a los 45 años de casados de don Alejandro Radi Deridu y Adelita Sagbini, allá en la casona del barrio Las Delicias, en Barranquilla. En lo mejor de la fiesta don Alejandro, de 45 años, detuvo la orquesta pidiendo lo escucharan: sabía que sus sueños y días estaban contados, padecía enfermedad devastadora. Cuando apareció el silencio, caminó hacia Adelita y arrodillado, con los brazos en dirección al cielo, pronunció cortísimo, pero inolvidable discurso: “Mija: Perdóname por amarte tanto”. - “Perdóname tú a mí, esposo mío”, respondió Adelita: “Yo te amo y te amaré más de la vida”.

Transcaribe y una pesadilla esperada
JOSÉ DAVID VARGAS TUÑÓNPor fortuna, esa inolvidable pareja tuvo tiempo para impregnar a su camada de turquitos, el bálsamo del perdón y la misericordia. Don Alejandro, de inteligencia superior, talla de basquetbolista profesional, peinado y bigotes al mejor estilo de Gardel, jamás se quitaba la bata del Buen Samaritano, amable componedor de entuertos y, cuando parecía no haber salidas, sacaba a relucir dotes de alquimista preparando, para los irreconciliables, brebajes de tolerancia y paciencia, recomendando al final de la trifulca, olvidar sin recelos, evitando que las almas en conflicto fueran carcomidas por el ácido sulfúrico del resentimiento.
Alejandro y Adela, o mejor, Adela y Alejandro, hijos de emigrantes libaneses, llegados a Colombia, como tantos otros, huyéndole a las fauces insaciables de la guerra y, desde entonces, comprendieron que la ESENCIA DEL PERDÓN reside en la paciencia y mansedumbre, imitando al Sálamo que perfuman el hacha que lo hiere.
Aseguraba don Alejandro que el perdón no es la sarna de los cobardes, es la huella luminosa de los colosos que, sin importar el tamaño de la tormenta, ofrece sus manos al caído, permitiendo que germine la esperanza.
Años después de su partida, los odios fratricidas no se detienen en el mundo, colocando a la especie humana en franco peligro de extinción. Perdonar y volver a empezar con más bríos y paciencia. ¿Quién lo duda? El poder de las palabras sinceras, en el momento justo, es descomunal, capaz de transformar realidades que la razón muchas veces no alcanza a comprender: “El amor -afirmaba don Alejandro Radi- desarma violencia, repara fracturas del alma, devuelve dignidades”, pues las palabras, pequeñas arquitectas del sentido común, conservan la facultad de despertar conciencias, conmoviendo hasta las fibras más íntimas del ser humano cuando se expresan con honestidad y los afectos dejan de ser simples sonidos o palabras sobre el papel, convirtiéndose en puentes de genuina reconciliación en estos tiempos electrizantes, con hedor a pólvora y mordaza, actos irresponsables que solo pueden ser detenidos a través de la resistencia pacífica. “Al fin y al cabo -asegurada don Alejando Radi-, todos habitamos el mismo mundo que no tiene repuesto”.
