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Columna

Fiestas en tiempos de tribulación

“No podemos olvidar que nuestros ancestros indígenas cultivaron la música y la danza, y ni qué decir de lo afro que circula por las venas de nuestra identidad caribe...”.

Ignacio Antonio Madera Vargas

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He aprendido que los pobres no se dejan vencer por la tribulación y sean cuales sean sus condiciones, no pierden el sentido mayor de las fiestas. Un nacimiento, un bautismo, una primera comunión, un cumpleaños son motivaciones para festejar, para celebrar y para generar un paréntesis en el trajinar de la vida y vivir con intensidad momentos de alegría, de gozo y de jolgorio. En cada fiesta hay un espacio y un tiempo del vivir, que superan las tribulaciones de la monotonía y los cansancios de la vida cotidiana.

El pueblo de Israel en la Santa Escritura celebra siete fiestas, todas ellas en torno a la salida de la esclavitud a la libertad y por los dones y frutos de la tierra, que deben ser ofrecidos a Yavé en gratitud o para expiación por las faltas cometidas. Y en el Nuevo Testamento, Jesús de Nazaret participa en una fiesta, come con diversos grupos de personas y se queda con nosotros en una celebración de despedida al partir y repartir el pan y el vino, en los cuales sus seguidores reconocemos su presencia viva y revitalizadora, generadora de comunión y anticipadora del Reino, descrito igualmente como un banquete (Mt 22,1-14)

Retenemos así que la fiesta tiene gran valor para la humanización y la creación de comunión; por ello es triste cuando las fiestas conllevan exceso o se utilizan para el desahogo de instintos perversos o culto a la violencia fratricida. No podemos olvidar que nuestros ancestros indígenas cultivaron la música y la danza, y las fiestas eran igualmente ofrendas a los dioses, tenían algo de sacralidad. Y ni qué decir de lo afro que circula por las venas de nuestra identidad caribe, retumbando cadencioso por el vibrar de tambores y címbalos. ¡Qué bella es la fiesta!

Aprovechar la fiesta para la reunión entre vecinos, familiares y amigos, retomar ese sentido de la comensalidad comunitaria, y del vibrar y electrizarse con los ritmos propios de nuestra cultura en riesgo, avasallada por músicas de otros mundos con repeticiones vulgares o letras insulsas. Y no por nostalgia de otras épocas, sino por el desafío de no perder la identidad y la grandeza de lo nuestro.

Recuperar la fiesta desde el calor del hogar, del vecindario solidario; la alegría contagiosa llena de espontaneidad y carcajadas estridentes. Eso es de Dios y eso no puede perderlo el Caribe con su gracia y su cadencia. Recuperemos el componente fraternal de las fiestas ante las amenazas del comercio capitalista vulgar que sustituye lo sencillo y pequeño que es hermoso, por la estridencia de equipos electrónicos y eventos restringidos a quienes los pueden pagar sin inmutarse.

Y si la fiesta nos sacude de los infortunios, que estas fiestas de celebración de la independencia de Cartagena nos hayan alejado del egoísmo que empobrece y acercado al encuentro risueño y sonoro con todos y todas los que se unieron para celebrar comunitariamente. Es divino.

*Teólogo Salvatoriano, Parroquia Santa Cruz de Manga.

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