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Columna

La compasión como frontera de la medicina

“El médico corre el riesgo de convertirse en un técnico del deseo más que en guardián del bienestar...”.

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La medicina nació del gesto de aliviar al otro. Mucho antes de que existieran laboratorios o algoritmos diagnósticos, hubo una mirada que reconoció el dolor y una mano que se extendió para consolar. Desde entonces, el arte médico ha oscilado entre la ciencia que mide y la compasión que comprende. Pero en el vértigo contemporáneo de la medicina rápida y de los resultados inmediatos, ese equilibrio parece desvanecerse.

El filósofo Michel Foucault escribió que cada sociedad produce su propio cuerpo y su propio modo de curarlo. Hoy vivimos una época que pretende optimizar el cuerpo antes que entenderlo. En ese contexto, el médico corre el riesgo de convertirse en un técnico del deseo más que en guardián del bienestar. Frente a esa tendencia, urge recuperar una medicina consciente, donde la estética no sea negación del tiempo ni del sufrimiento, sino reconciliación con ambos.

La compasión, entendida no como lástima sino como virtud activa, devuelve profundidad ética al acto médico. Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto, decía que quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo. En la consulta, ese porqué se reconstruye cada vez que el médico acompaña sin juicio, cuando transforma la enfermedad en relato y el diagnóstico en esperanza.

En dermatología esta dimensión adquiere un sentido particular. La piel es frontera y lenguaje: nos separa y nos comunica. Su alteración no solo se manifiesta en lo biológico, sino también en lo simbólico. Cada lesión revela una historia íntima; cada cicatriz, un aprendizaje. Arthur Kleinman, antropólogo médico de Harvard, afirma que la enfermedad es una experiencia moral porque redefine la identidad y la pertenencia. Comprenderlo exige sensibilidad además de ciencia.

El Caribe, con su geografía luminosa y su cultura del contacto, ofrece un marco singular para esa medicina compasiva. Aquí el vínculo humano precede al diagnóstico. La palabra tiene poder terapéutico, y el médico que escucha se convierte en mediador entre la vulnerabilidad y la esperanza. En ese encuentro, la compasión actúa como principio de equilibrio: reduce el miedo, humaniza el dolor y devuelve sentido al cuidado.

Albert Camus escribió que el sufrimiento compartido es lo que hace posible la fraternidad. Tal vez esa sea la frontera última de la medicina: recordar que ningún conocimiento técnico sustituye la capacidad de mirar al paciente como semejante. La ciencia cura, pero la compasión, ese arte antiguo y silencioso, es la que verdaderamente sana.

“Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia” (Colosenses 3:12).

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