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Columna

Permanencia que mejora la ciudad

“La convivencia no se impone con redadas o sanciones, sino que se cultiva con presencia, que el verdadero progreso...”.

Javier Pimienta

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En el Centro Histórico, el brillo del turismo convive con sombras que las autoridades locales no logran disipar del todo. El ruido nocturno, los arriendos turísticos sin control, las riñas, el microtráfico y la explotación de personas con fines sexuales son síntomas de un desbalance profundo: el sector ha perdido buena parte de su población residente. Si Getsemaní ha perdido más del 90% de su población en dos décadas, el resto del Centro Histórico ha sufrido un vaciamiento aún mayor, y con sus habitantes se ha ido también la mirada que cuida y da sentido al territorio.

Porque no hay patrullero más eficaz que el vecino que observa desde su puerta, ni decreto que sustituya la presencia constante de una comunidad que conoce su entorno y actúa para protegerlo. Esa forma de control social, ejercida desde el afecto y la pertenencia, es una de las razones por las que la permanencia de la población local es clave para la seguridad y la calidad de vida en un entorno.

Getsemaní es el ejemplo más claro. Su transformación acelerada de barrio residencial a destino turístico ha traído prosperidad económica para algunos, pero también un vacío de vida cotidiana que deja espacio al desorden y a los excesos. La ausencia de residentes debilita la convivencia y obliga al Estado a multiplicar esfuerzos en control y vigilancia, muchas veces sin resultados sostenibles.

La permanencia no es una cuestión de caridad; es una estrategia inteligente de gestión urbana. Los residentes aportan seguridad y una mejora urbana constante: limpian, vigilan, denuncian deterioros, cuidan los espacios públicos. Además, fomentan la economía del sector: contratan, compran y producen localmente, creando un círculo virtuoso que distribuye los beneficios del turismo y reduce la dependencia de actores externos.

También garantizan la cohesión social, un bien cada vez más escaso en las ciudades contemporáneas. Donde hay vida de barrio, hay redes de apoyo, identidad compartida y sentido de pertenencia. Esa cohesión, más que cualquier ley, es la que sostiene la convivencia y previene la degradación del entorno.

La reciente aprobación del PES Vida de Barrio de Getsemaní apunta en esa dirección. Sus medidas para recuperar la vocación residencial y la habitabilidad no son solo un gesto hacia una comunidad en riesgo: son políticas urbanas que favorecen la seguridad, la sostenibilidad y la vitalidad, no solo del barrio, sino de todo el Centro Histórico. En la medida en que sus habitantes vuelvan, las calles serán más seguras.

Getsemaní nos enseña que la permanencia no es solo resistencia pasiva, sino participación activa. Que la convivencia no se impone con redadas o sanciones, sino que se cultiva con presencia, que el verdadero progreso urbano no solo depende de cuántos visitantes llegan, sino, sobre todo, de cuántos vecinos permanecen.

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