El 13 de noviembre de 1985 ocurrió la tragedia. Cuarenta años han pasado y aún existen leyes que intentan evitar que la memoria se pierda en la manigua del olvido. Ese desastre sigue habitando en la penumbra. La negligencia estatal es la reina en ese inmenso cementerio donde reposan todavía decenas de ciudadanos entre las más de 25.000 almas que devoró la monstruosa avalancha.
El 15 de noviembre del año 2010, el escritor Reinaldo Spitaletta escribió para El Espectador:
“Había un susurro como de voces que brotaban de la tierra removida, del fango seco, de mortandad advertida. Un viento de levedades parecía un llanto cíclico. Iba, volvía, uno lo aspiraba y en esa atmósfera de ausencias se sentía un olor a muerte, una música triste que hacía lagrimear. En medio de la nada, la voz del viento era la que hablaba. Nunca había estado en un lugar donde el silencio fuera tan hondo, tan abismal, tan ancho. Un encuentro con la mudez y eso dolía. Armero había desaparecido y bajo el lodo volcánico se habían ido tantos. En ese silencio grande creí que había una coral mortuoria que decía de muertes predecibles, de muertes evitables.”
Sucedió en Armero.
En esos días, el mundo conoció del suplicio de Omaira Sánchez, la niña que resistió más de 72 horas atrapada en el lodazal. Murió. Ella fue el símbolo de ese horror.
La memoria colectiva también carga el holocausto del Palacio de Justicia. Ese mismo mes y año decenas de ciudadanos fueron asesinados, magistrados muertos o desaparecidos, muchos de ellos atribuidos a la cúpula militar de ese entonces.
Ya conocíamos a ese presidente conservador, el de las Palomitas de la Paz. Su cobardía lo hizo pasar a la historia como un hombre tibio. En el gobierno de Guillermo León Valencia había sido ministro de trabajo, aliado del también conservador Fernando Gómez, entonces gobernador de Antioquia. Ambos fueron muy pasivos ante la masacre de obreros en Santa Bárbara, Antioquia.
La erosión del macizo del Ruiz era completamente predecible. Sus ciclos eran advertidos desde hacía mucho tiempo. En 1849 la Academia de París publicó un informe del coronel Acosta donde describía la erosión y el desbordamiento del río Lagunilla que provocaron una anterior avalancha. Más de mil personas fueron sepultadas en el lodo.
Y es que los vulcanólogos manejan calendarios cíclicos. La hecatombe del 13 de noviembre no fue ninguna sorpresa. No estamos en los tiempos de Pompeya.
El alcalde Ramón Antonio Rodríguez no sólo alertó sobre la inminente avalancha: imploró la evacuación urgente de los pueblerinos. “Armero va a desaparecer”, repetía.
Sin embargo, ni el gobernador de Tolima, Eduardo García Alzate, ni el gobierno central, ni Ingeominas, ni la clase política emitieron orden alguna para evacuar.
Sólo después de la mole de fango —100 millones de metros cuadrados— que borró del mapa al pueblo, se transmitió la primicia.
Igual que en el Palacio de Justicia, una emisora local se negó a interrumpir una transmisión de un partido de fútbol para dar cuenta de esa noticia infernal.
La historia ha señalado como máximos responsables de la hecatombe al presidente Belisario Betancur y a Iván Duque Escobar, padre del expresidente Duque. Iván Duque era ministro de Minas en ese entonces. Él tenía en sus manos la carpeta de informes de vulcanólogos y científicos que, con antelación, habían advertido que la avalancha era inevitable.
El representante a la Cámara por Caldas, Hernando Arango Montenegro, también le había advertido al ministro de Minas sobre la tragedia. Y esta fue la respuesta que el propio Arango recuerda: “Él simple y llanamente me dijo que yo era un apocalíptico y dramático por decir que podía ocurrir una tragedia”. Agrega que también tuvo la oportunidad de solicitarle al ministro que pusiera unas alarmas. Él contestó que eran extremadamente costosas porque valían alrededor de 2.000 dólares. “Yo le sugerí que vendiera algunos automóviles”. La respuesta que dio era que si era un chiste o un llamado a que tomara nota de una situación que no podía pasar.
La historia se puede volver a repetir.

