Han pasado casi cuarenta años desde la tragedia del Palacio de Justicia, y Colombia sigue tratando de descifrar qué aprendió realmente de aquel 6 y 7 de noviembre de 1985. Noventa y cuatro vidas perdidas, once magistrados asesinados, once desaparecidos y un país que aún no logra cerrar las heridas de una de las jornadas más dolorosas de su historia republicana. No fue solo un asalto armado ni una operación militar fallida: fue la fractura más profunda entre el Estado y sus ciudadanos.
Aquel episodio condensó en dos días lo peor de nuestra incapacidad institucional: la intolerancia política, la respuesta desproporcionada del Estado y el silencio prolongado frente a la verdad. Detrás del humo, de las llamas y del horror quedaron las preguntas que todavía duelen: ¿cómo un Estado de derecho terminó devorando su propia justicia?, ¿por qué la memoria tarda tanto en volverse compromiso?
Más allá del análisis histórico, el verdadero desafío hoy es entender qué tipo de país surgió de esa herida. Durante cuatro décadas, Colombia ha intentado consolidar una democracia que respete los derechos humanos, fortalezca la independencia judicial y garantice el uso legítimo del poder. Pero los ecos del Palacio siguen recordándonos que la legalidad sin humanidad no basta.
Las condenas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y las investigaciones nacionales han dejado claro que el Estado no solo debe pedir perdón, sino también garantizar que hechos como estos no se repitan. Eso implica memoria activa, educación cívica y transparencia en las instituciones. Recordar no es quedarse en el pasado: es aprender a construir futuro con ética.
Hoy, cuando el país vuelve a enfrentar polarización, desconfianza y tentaciones autoritarias, la lección del Palacio de Justicia debería estar más viva que nunca. Los muros que ardieron en el centro de Bogotá no cayeron solo por las balas o el fuego, sino por la ausencia de diálogo y la pérdida del sentido de lo público.
El recuerdo de aquellos días debería inspirar un compromiso distinto, fortalecer la justicia como poder independiente, garantizar la verdad como política de Estado y educar a las nuevas generaciones para que comprendan que la violencia nunca es camino hacia la transformación.
La memoria no es un acto nostálgico; es un acto de responsabilidad colectiva. Solo cuando el país entienda que la justicia no se defiende con fusiles, sino con verdad, instituciones sólidas y ciudadanos conscientes, podremos decir que el Palacio, al fin, descansó en paz.
