Hay cosas que pueden aprenderse leyendo un libro, y otras que solo se aprenden con el corazón saltando en el pecho, las manos sudorosas y el rumor conspirador de los amigos. En los ochenta, con apenas 15 años, aprender a manejar no era asunto de escuelas ni de instructores certificados. Era, más bien, el rito secreto de la pandilla del callejón Miramar, con sus noches de travesura y complicidad.
En mi cuadra, el único que sabía manejar era Pío Román, nuestro maestro improvisado. Lo era porque su papá, Fucho, o alguno de sus hermanos (as), le había enseñado primero. ¡Vaya escuela de manejo la nuestra! Nada de profesores con chaleco reflectivo ni carros con doble comando. Aquí, el que sabía, enseñaba al que no; el que tenía carro cargaba con la responsabilidad de vincularse al “combo”.
La dinámica era clara y emocionante: cada domingo, después de misa, metíamos en una bolsa los papelitos con la marca y placa de los carros de nuestros padres. Sacábamos tres y, durante la semana, la suerte señalaba quiénes debían “volarse” el carro a escondidas. Éramos cinco aspirantes a la travesura. Hoy recuerdo, con cierto susto, la noche en que me tocó: la estrategia incluía esperar a que mis padres cayeran rendidos al sueño, hacia las once, cuando los ronquidos eran la señal. Entonces comenzaba la “operación comando”: arrastrarme por el piso, serpenteando hasta la mesita de noche de mi mamá —justo al lado izquierdo de la cama y lejos de la puerta— para capturar las llaves sagradas.
Abajo, agazapado, el “combo” esperaba. Pero antes, había que recoger la cuota para comprarle el silencio al sereno Rafa, quien —por flaco— era apodado “el media nalga”. También había que reunir unos pesos para reponer la gasolina usada, infalible método para no levantar sospecha.
Los carros de esos tiempos... ah, símbolos de aventura: Zastava, Simca, Renault 4 (con aquellos cambios al lado del timón y las reversas más complicadas del mundo), Dodge Dart y la legendaria Toyota Land Cruiser del papá de Pío. Ninguno tenía asistencia electrónica ni radios sofisticados. Solo el rugido del motor, la odisea de la palanca y la satisfacción indescriptible de dar la primera vuelta a la manzana sintiéndose grande. Quizás era más fácil porque no había tanto tráfico como ahora.
Hoy, antes de tocar un volante, hay que inscribirse en una escuela de conducción, pagar cursos, asistir a clases teóricas de normas de tránsito y manejar bajo la vigilancia de un instructor en vehículos con doble pedal para que el profesor corrija cualquier error. Se gana en tranquilidad social, lo cual es el fin del Estado. Pero, aquella magia del riesgo, la hermandad del callejón y el gozo pícaro de “volarse el carro” con la luna de testigo... esa ya no la enseña ningún profesor.
Un réquiem por nuestro profesor de manejo, el amigo Pío.

