Entre celebrar Halloween o no, o en la defensa de la tradición de Ángeles Somos se libra cada año una discusión intrascendente. Unos critican la fiesta pagana, otros exaltan una “tradición” espiritual, y opinan unos y otros con pose de superioridad moral y a veces con un abismo inmenso de ignorancia. Pero en el fondo, ambas celebraciones son casi lo mismo: rituales para burlar el tedio. En Cartagena muchos creen que Ángeles somos es una tradición que solo sobrevive aquí, cuando en realidad poblaciones tan distantes como Corrientes, en Argentina, la mantienen como nosotros, al final, es heredada o “impuesta” de España. Lo mismo ocurre con Halloween, una celebración celta que mutó por la expansión cultural de Estados Unidos. En el entresijo, hay simplemente una historia de celebración, de unión.
Sobre el imperialismo cultural solo tengo una pregunta: nuestras costumbres —esas pequeñas luces locales y realmente autóctonas— llegarán alguna vez a trascender por sí mismas en otras culturas. Quizá no, y tal vez eso también es intrascendental.
Es triste. Pero a la final, la trascendencia o aspirar a ella, es una vanidad. Nos aferramos a la idea de ser inolvidables, inmortales, pervivir de alguna forma, “de pasar a la historia”, para qué y por qué. No hay goce más sublime ni regalo más perfecto que el ahora, la experimentación de la existencia. Por ese instante que puede ser la “felicidad” de salir a pedir dulces, disfrazarse o de cantar Ángeles Somos; compartir un sancocho; o en el simple hecho de sonreír. Nada de eso necesita trascender para tener sentido.
Ahora que escribo libros, mi humanidad, untada de ego y vanidad, sueña con que mis letras alcancen a alguien, o a muchos. Que mi pensamiento perdure. Qué pretensión tan grande y qué inutilidad. Lo único que debería importarme es el gozo del proceso: pensar, escribir, perderme en mis ideas. Decidir no salir a una fiesta porque el encierro con mis locuras me resulta más fascinante, o levantarme un día del computador para irme a bailar porque el cuerpo lo pide y el alma lo celebra. Tal vez la verdadera realización esté ahí: en apreciar el presente y entender que la historia que escribimos será, al final, nada. E insustancial. Y no pasa nada. La trascendencia parece otro invento humano, vanidoso, que nos cobra salud, sueño, calma y especialmente el disfrute con nuestros seres más queridos. Qué hermoso, en cambio, es vivir: disfrutar las costumbres, los gestos simples, esos momentos de alegría que duran un poco más que los días iguales.
Y pienso en Perfect Days, la película de Wim Wenders sobre un limpiador de baños públicos en Tokio. Su vida no tiene aparentemente nada de extraordinaria, y sin embargo, en la repetición de los días encuentra una belleza serena. Nada trasciende, y no hace falta.
Quizás esa sea la gran lección: entender que seremos olvido y vivir como quien canta sin miedo a que su voz se apague.

