“El ego inflado es la piedra que el conocimiento tropezado no puede sortear”: Carlos Alberto Cano Plata, doctor en Historia Económica, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, entre otras.
En el multiverso académico, los egos suelen manifestarse como una fuerte necesidad de reconocimiento y prestigio intelectual, impulsando la competencia y la comparación constante entre colegas, lo que a la postre puede generar envidias y resentimientos. Esta presión por la fama y la publicación en revistas indexadas, se intensifica debido a la ‘reputación intelectual’ como moneda principal del ámbito académico. Lo anterior conlleva a una búsqueda de validación a través de premios y elogios, e incluso a una aversión a la crítica y a la aceptación de los propios límites.
Pero en mi experiencia en estas lides, la génesis de todo esto se sitúa en la enseñanza y formación de los pupilos o aprendices de las ciencias, por parte de sus encumbrados maestros, que antes de sembrarles la sed de un Nobel, deberían darles lecciones de agradecimiento, humildad, solidaridad, honestidad, compañerismo, ética y respeto hacia los demás simples mortales.
Desde luego, superar el egocentrismo académico no es algo simple de hacer, y esto tiene una explicación, que se centra en la búsqueda misma del conocimiento, que para algunos es una forma, según ellos, de tener poder: económico, social, hasta político, dentro de un país, donde a la mayoría de la gente no le interesa profundizar en temas científicos, culturales o tecnológicos. Por otra parte, la idea de que los pupilos (o discípulos) se parezcan a sus maestros, proviene de la creencia de que el maestro debe ser un guía, un modelo a seguir, y que el discípulo, al seguir sus enseñanzas, llega a internalizar esas mismas ideas y comportamientos, hasta el punto de ser como su mentor.
Y es precisamente por lo anterior que quiero mostrar, con tristeza, una singular manada que está proliferándose por pasillos y espacios académicos de nuestra ciudad: los ‘levitadores’, aquellos con tantos títulos como pergaminos pueda haber, antes de los 40 años, pero sin educación y urbanidad, ya que, para ellos, contestar un teléfono, devolver un mensaje, o ser amables en definitiva les restaría altura, en sus vuelos imaginarios hacia firmamentos académicos estratosféricos. Hay que recordarles a estos ‘intelectualoides’ que, aun respirando, somos alimentos para gusanos y nuestra fragilidad humana nos puede reducir en un instante, incluso a una situación de discapacidad que nos pondría en total indefensión; la humildad del aprendiz es la virtud más grande que puede transmitirle un maestro a sus discípulos, la cual, él jamás deberá perder. Reconocernos: pequeños, falibles, limitados, imperfectos es lo que hace grande a un académico, científico o profesor. Simples mortales con los pies sobre la tierra.
