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Columna

Oda a la alegría

“Sin internet ni redes sociales, la transmisión oral lo fue todo para que el poema fuese escuchado por un inquieto adolescente a quien...”.

CARMELO DUEÑAS CASTELL

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Era una de esas noches que invitaban a la voluptuosa disquisición de temas tan profundos como fatuos entreverados con obras teatrales, recitales poéticos y sesudas discusiones escanciadas todas con delicados vinos que alivianaban el espíritu y estimulaban la mente a mascullar cosas tan trascendentales como la razón como base de todo conocimiento y etéreos conceptos por entonces prohibidos como igualdad, libertad y fraternidad y que el mundo conoció como La ilustración.

El anfitrión, Christian Gottfried Körner, había convertido su hermosa mansión en la sede de la vida intelectual y artística de toda Sajonia. De hecho, hizo un teatrillo para estrenar las obras de su amado amigo Friedrich Schiller y recibir, de vez en cuando a Goethe.

En esas veladas, además, germinaron afectos y sentimientos que, a Schiller, sensible como el que más, no le fue difícil plasmar en una hermosa mixtura que incluyó todo lo anterior, además de su eterno agradecimiento por el anfitrión, quien le dio posada durante más de dos años. Fue en esa exaltación de la amistad en la que se incubó durante tantas de esas noches uno de los más hermosos poemas.

De la Oda a la libertad, el nombre inicial del susodicho poema, la censura de entonces obligó a transmutarlo por el título de esta columna. Schiller concibió la alegría como chispa divina de grandes cosas como libertad, igualdad y fraternidad.

Sin internet ni redes sociales, la transmisión oral lo fue todo para que el poema fuese escuchado por un inquieto adolescente a quien le tomó casi 30 años introducirlo en parte de su Novena Sinfonía.

A Europa le tomó casi 200 años, millones de muertos, guerras y masacres para merecerse el espíritu de convertir el poema y la sinfonía en el himno que sublimó su intención de unirse en una paz total.

Muchos han querido ver en esa metamorfosis europea la consecuencia lógica de esas reuniones nocturnas de gigantescos pensadores hace tantos lustros. Algo así debería ocurrir en suelo colombiano sin tener que esperar tantos siglos, tantos muertos y tantas guerras como Europa.

Y con ello en mente podríamos parodiar los hermosos versos de Schiller con los acordes de Beethoven: “¡Alegría, hermosa chispa de los dioses, hija del Eliseo! ¡Ebrios de ardor penetramos, diosa celeste, en tu santuario! Tu hechizo vuelve a unir lo que el mundo había separado, todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave”. O sencillamente, pensando en el final de cualquier cosa o de la vida misma, podríamos parafrasear a Luka Modric, genio del adriático, futbolista y filósofo, cuando al culminar su fastuoso ciclo en el Real Madrid atinó a decir: “No llores porque terminó, sonríe porque sucedió”.

*Profesor en la Universidad de Cartagena.

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