“Mira profundamente en la naturaleza, y entonces comprenderás todo mejor”: Albert Einstein
La visión tradicional del mundo nos habló de cómo la contaminación del aire enfermaba nuestros cuerpos y de cómo el aire envenenaba nuestros pulmones; hoy sabemos que lo que pasa en nuestro entorno tiene eco en nuestros pensamientos, emocionales y conductas. La salud se vuelve una utopía en territorios heridos, las agresiones medioambientales son también una embestida a la experiencia humana que los habita.
Los desastres medioambientales, cada vez más frecuentes e inevitables, son también detonantes de crisis mentales y emocionales. El nivel de exposición a afectaciones ambientales se ha asociado con problemas de salud mental, pese a la necesidad de realizar estudios longitudinales con conclusiones más sólidas, más allá de describir la presencia de la carga emocional derivada de la relación con el entorno afectado, especialmente cuando ocurre sin previo aviso.
La vivienda juega un papel central y más que un espacio físico, es una zona de anclaje emocional; las condiciones de vivienda insatisfactorias pueden contribuir al estrés psicosocial y aumentar la probabilidad de trastornos de salud mental, de manera que las condiciones ambientales se entrelazan con lo emocional y lo social.
El bienestar no depende únicamente de la actitud o del estilo de vida, sino también de factores socioambientales: la calidad del aire, la estabilidad del territorio, la seguridad del hogar, la cohesión de la comunidad. Estos factores interactúan entre sí, amplificando los efectos del trauma y generando, como han demostrado diversos estudios, consecuencias que van desde el estrés postraumático hasta los trastornos de conducta y las adicciones.
Estos desafortunados eventos, cada vez más frecuentes e intensos, tienen consecuencias mentales profundas y duraderas, su impacto se traduce en traumas, duelos no resueltos y alteraciones del sentido de pertenencia, los que pueden persistir durante años, afectando generaciones. Diversos organismos internacionales (ONU, Observatorio Europeo del Clima y la Salud) han advertido cómo el cambio climático y los daños ambientales tienen la capacidad de causar estrés, ansiedad, depresión, entre otros, ocasionados estos no solo por el temor o el desastre ambiental en sí mismo, también por la sensación de injusticia, de impotencia, de pérdida del control sobre la propia vida.
A lo largo de estos desastres, las comunidades despliegan estrategias de afrontamiento para hacer frente y continuar en medio de la diversidad, el uso de las creencias religiosas, la fe, la cooperación, la reinvención de los oficios, los liderazgos locales, como formas de restablecer el orden emocional donde el orden ecológico ha sido alterado. Pero la resiliencia individual no es suficiente ni es justa, el desafío es político e implica integrar la salud mental en las políticas ambientales y reconocer que proteger los ecosistemas es también proteger la salud, en su más amplio espectro conceptual y práctico.
El cambio climático y la contaminación son en sí mismas, crisis de salud mental. Más allá de las estadísticas, los informes técnicos, y la literatura revisada, el deterioro ambiental hiere en silencio la estabilidad emocional colectiva e individual. Reconocer este vínculo es el primer paso para construir políticas públicas verdaderamente humanas, el cuidado ambiental no es un gesto romántico ni una moda verde, es una necesidad de salud pública.
Así como se mide la concentración de partículas en el aire, deberíamos medir también la densidad de desesperanza que deja el deterioro del entorno. Proteger el medio ambiente es, en última instancia, protegernos del dolor de nuestra propia muerte, porque en palabras de Gary Snyder: “La naturaleza no es un lugar para visitar, es el hogar”.

