En Cartagena pocas imágenes resultan tan seductoras como las fachadas coloridas de Getsemaní, sus calles repletas de turistas y la creciente y variada oferta gastronómica. Pero detrás de esa postal se esconde una verdad incómoda: Getsemaní, el barrio que fue cuna de luchas libertarias, corazón popular y último bastión cultural del centro histórico, se está vaciando. Como lo reportó este diario, en dos décadas el barrio ha perdido más del 90% de su gente. Hoy, muchas casas se alquilan por noches en plataformas como Airbnb, los restaurantes desplazan las tiendas de esquina y las voces de los vecinos apenas se escuchan en la Plaza de la Trinidad.
Muchos llaman a esto gentrificación, y en parte lo es. Pero, como lo expresé en mi columna anterior, también es turistificación, especulación inmobiliaria y patrimonialización mal entendida. Son procesos distintos, aunque con un mismo efecto: desplazar a la gente que da vida al barrio. Getsemaní corre el riesgo de convertirse en un parque temático, un decorado sin alma, donde lo único auténtico sean los recuerdos de quienes ya no pueden vivir allí.
Frente a esto, la reciente aprobación del Plan Especial de Salvaguardia Vida de Barrio de Getsemaní es más que un simple reconocimiento —o una placa conmemorativa en algún rincón—: es un grito de resistencia. El PES no se limita a resaltar lo valioso del barrio; busca revertir la lógica del desplazamiento. Sus medidas apuntan a recuperar la vocación residencial y la habitabilidad, a hacer posible que Getsemaní sea un barrio para vivir y no solo para visitar.
Y aquí es donde entra en juego el derecho a la ciudad, ese principio defendido por ONU-Hábitat que afirma que la ciudad pertenece, ante todo, a quienes la habitan. En barrios patrimoniales como Getsemaní, ese derecho se traduce en algo tan básico como contundente: el derecho a quedarse. A permanecer en el lugar donde nacieron y crecieron sus familias, a seguir siendo parte de las memorias compartidas y a no ser desplazados por el poder del dinero.
La resistencia en Getsemaní es, en última instancia, una lucha de justicia social. Porque no hay justicia en conservar piedras y fachadas mientras se expulsa a la comunidad que les da sentido. No hay justicia en llenar las calles de turistas mientras se borran las redes de solidaridad que sostuvieron al barrio durante siglos. Y no hay justicia en convertir la vida cotidiana en un lujo que solo los visitantes pueden pagar.
Getsemaní nos recuerda que el patrimonio no está en los muros cubiertos de cuadros repetidos y murales de arte urbano, sino en la gente que todavía se aferra a su territorio. Reconocerlo es apenas el primer paso. Lo que sigue es garantizar que el derecho a la ciudad deje de ser un eslogan y se convierta en realidad: que en Getsemaní nadie deba abandonar su barrio por no poder resistir la avalancha de intereses ajenos. Que quedarse sea posible. Y que quedarse sea, por fin, un acto de justicia.
