El 5 de febrero de 2011 escribí una columna que me hizo tristemente célebre: ‘Negreada o Blanqueada’. Afortunada o no, aquella experiencia me enseñó mucho. Entendí la urgencia de revisar lo que entonces ignoraba: la diferencia entre ser negro, moreno, aclarado, mestizo o afrodescendiente; y sobre todo, la necesidad de reconocer los privilegios de quienes fuimos ‘blanqueados’. Nuestras pequeñas tragedias o episodios de discriminación no se comparan con la violencia histórica que han vivido las personas racializadas.
Esa columna también me reveló el carácter de esta ciudad. No imaginé que unas líneas pudieran desatar persecución, odio y amenazas, no de quienes se sintieron ofendidos -a quienes reitero mis disculpas-, sino de quienes, desde una supuesta superioridad moral, se sintieron con derecho a injuriar. No respondí entonces, pero recuerdo el miedo, la inseguridad y ese delirio que provoca una amenaza de muerte. Hoy, 14 años después, sigo viendo una ciudad donde, si no ‘entraste’ ayer, tampoco ‘entras’ hoy; no por ignorante, sino porque algunos confunden la defensa de ‘los otros’ con un escenario para sus propias vanidades. Y así, en este tiempo he sido testigo de la ciudad inmóvil que describió Efraím Medina, y que nos genera un gran sentimiento de frustración: pedalear y pedalear en una bicicleta estática.
Volví a pensar en todo esto por tres razones. La primera, al leer a Rosmery Armenteros en Kalunga, en su artículo ‘Color Code: sin melanina, por favor’. Con su lenguaje directo, recuerda algo que ha sido constante: las puertas que se cierran en bares, restaurantes, lugares en general, por tener una ‘apariencia’ específica.
La segunda, tras mi visita al Museo San Pedro Claver en un esmerado intento de Linda Zurek de contar los hallazgos, las investigaciones, la memoria, la cultura y la reivindicación de lo afro, redefiniendo un multipropósito de sentidos: guardianes del espacio para no ceder al turismo industrial, museos como escenarios de resistencia a la gentrificación, pues tienen una institución detrás que resiste, o al menos, lo intenta, no en todos los casos se logra. Es lo que está pasando con Casas de la Cultura en el Centro que buscan cómo permanecer, cuando sus actividades o subvenciones no alcanzan para pagar los impuestos y los servicios públicos que esperamos no los terminen sacando, como ha pasado con tantos.
La tercera, porque el domingo pasado fue 12 de octubre y todavía hay que recordar que no se celebra el Día de la Raza. Desde 2021 es el Día de la Diversidad Étnica y Cultural, y busca que recordemos la historia, nuestros orígenes y definir así nuestra identidad, entendiendo la complejidad histórica que nos determina, y explica por qué tener la piel más clara hace que la violencia y las discriminaciones recibidas, palidezcan ante la que han sufrido personas con más melanina, otorgándoles así más derecho en algunas reclamaciones. Y sí, esto sigue siendo polémico, porque dicen que no debería circunscribirse a un color de piel, y así lo determina la ley, sin embargo, la praxis nos enseña otras cosas.
Con el perdón de los afrodescendientes reivindico la negritud que me enseñó Aimé Césaire, Frantz Fanon, entre otros, con el deseo de que la próxima vez que use el título de esta columna, no sea para seguir hablando de exclusión, de racismo, o de ignorancia, ni de la ciudad inmóvil, sino de una Cartagena que, por fin, haya aprendido a moverse.