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Columna

De música ligera

“Por cada 5a de Beethoven programada hay rimeros de partituras languideciendo en el limbo de ser escuchadas...”.

Francisco Lequerica

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El auditorio empezó a despoblarse según se fue afirmando la industria discográfica en la cultura moderna y que la composición musical académica entraba en una era de experimentación exacerbada donde estallaban las consecuencias de la anterior. De ágora cotidiana donde se expresaba la actualidad de sociedades sucesivas, el teatro transitó en la percepción pública a objeto urbano, de función arquitectónica ante todo decorativa, y concurrido por un parco puñado de sibaritas. Paradójicamente, nunca antes en la historia de la música se había presenciado tal profusión y diversidad de energía creativa. El hermético canon de concierto se ensanchó en la posguerra con el acceso musicológico a obras anteriores al barroco y con la inclusión de artistas posteriores a la disolución de la tonalidad. Sin embargo, por cada 5a de Beethoven programada hay rimeros de partituras languideciendo en el limbo de ser escuchadas.

Debe entenderse el riesgo que significa programar un estreno de música contemporánea: ¿quién en su sano juicio pagaría por lo que tantos falazmente consideran una sarta de maullidos? ¿No es ello fruto de una irresponsabilidad de los compositores, que llaman con frecuencia al público a conceptualizar un material cerebral e intransigente en un registro que para muchos no está referenciado en lo intelectual ni codificado en lo afectivo? Los empresarios, obedientes a lo pecuniario, detallan el repertorio más popular y lo reciclan con alteraciones estratégicas, calculadas según el gusto vigente, y que a veces desmerecen la intención original de la obra. Hay buen negocio en ese terreno allanado por el mismo Pavarotti, quien debió expurgar la ópera en su forma fundamental y trasladarla a un estadio multitudinario para conquistar público; algo así hace André Rieu por Strauss y demás glorias de la música ligera del XIX. Por su parte, las disqueras optan por mediatizar a músicos jóvenes mucho más susceptibles de apelar a las nuevas generaciones por su carisma que por su valor musical, como es el caso del director Klaus Mäkelä.

Al inmiscuirse lo industrial en la música ligera, con proveedores de música de fondo como el Seeburg 1000 o el Cantata 700 de 3M, y luego con figuras como Brian Eno, el acto sonoro no solo se disgregó de su fuente (como advirtió Murray Schafer) sino que retrocedió en función, relegándose a un plano secundario, cosmético e inerte. El valor de la experiencia musical completa sigue intacto, tanto en lo neurológico como en lo sociocultural, pues no mengua con el tiempo ese asombro milagroso de quien por primera vez escucha, ve y siente una sinfónica en vivo. Lo que peligra no es el poder de esa experiencia, sino la posibilidad de seguir garantizándola ante el embate de una industria que usa la banalización para seducir billeteras y proliferar.

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