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Columna

Viaje al son de Migue

“En fin, aquella fue una gran noche, fue un reencuentro con la alegría sencilla y con la cultura salsera local...”.

Enrique Del Río González

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Hace unos días me correspondió cumplir un compromiso académico en la ciudad de Montería. Sin pensarlo, le propuse a un amigo que me acompañara en el viaje. Para mi sorpresa, aceptó de inmediato con la alegría de un verdadero compañero. El trayecto estuvo bueno, atravesamos sabanas verdes con ganado y pueblos detenidos en el tiempo.

Para almorzar llegamos a un restaurante típico en la bahía de Cispatá, con un paisaje inmejorable y comida exquisita. En breve conocimos gente, porque Miguel tiene esa peculiaridad, rompe el hielo, habla con todas las personas, pregunta, se entera, en fin, con él nadie se aburre y las relaciones sociales fluyen con facilidad.

Al llegar a Montería, paramos en casa de su hermana. La bienvenida fue sencilla y cálida, café recién colado, queso fresco y sonrisas. Sentí la generosidad auténtica de la gente caribeña, esa que te abre la puerta y te ofrece un plato como si te conocieran de siempre. Tras ese respiro hogareño, seguí rumbo a mi compromiso mientras mi amigo se ponía al día con su familia.

Por la noche, libre ya de mis deberes, salimos a descubrir la vida nocturna de Montería. Comenzamos en un club de salsa de moda. El sitio era elegante, pero frío en ambiente. Ni los meseros impecables, ni el piso reluciente, animaban mucho. Tras una copa rápida y un solo de trompeta, decidimos buscar algo más auténtico.

Guiados por una música arrolladora, llegamos a un viejo salón en un barrio tradicional. Era otro mundo, un sitio popular y vibrante. Apenas cruzamos la puerta de ese lugar, se notó una energía más cálida. Los bailarines, jóvenes y mayores, se movían apretujados y sonrientes. En ese lugar había un salsómano, él tenía una maleta y dependiendo de la canción y el ritmo salsero asimismo sacaba su instrumento; tenía congas, claves, campanas, maracas y todo lo sabía tocar a la perfección, lo mejor era que estaba dispuesto a compartir esos instrumentos con otras personas que se acercaban a tocar.

Me explicaba Migue que la salsa está estratificada y se puede verificar desde su baile, por ejemplo, pudimos ver quién lo bailaba de manera clásica, algo verdaderamente despampanante, pero también veíamos los que bailaban con un poco de “perrateo”, pues no cumplían al parecer las reglas propias de los pasos de la salsa. Ese día también conocí el estilo de baile de “el beisbolista”, algo más apercollado. No sabía que un mismo ritmo se bailara de formas tan diversas y que cada estilo contara su propia historia.

En fin, aquella fue una gran noche, fue un reencuentro con la alegría sencilla y con la cultura salsera local. Sobre todo, fue un reencuentro con la amistad incondicional por la que siento una gratitud inmensa. Amigos así son tesoros escasos; y yo tuve la fortuna de viajar con uno.

Les deseo a todos una amistad como la que me ha brindado Miguel Mendoza, a quien le auguro toda la felicidad y las bendiciones del mundo.

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