Cartagena atraviesa uno de los momentos más oscuros de su historia reciente en materia de seguridad y las cifras hablan por sí solas. Más de un homicidio diario, una tasa de muertes violentas que en 2024 nos ubicó como la ciudad número 43 más violenta del mundo y una proliferación de estructuras criminales vinculadas al narcotráfico, la extorsión y el microtráfico que se disputan los barrios populares como si fueran territorios de guerra. Lo más preocupante es la tendencia nacional en la que desde las administraciones locales se busca eximirse de responsabilidades cuando la ley es clara al señalar que son los alcaldes los primeros responsables de garantizar el orden y la seguridad en sus territorios. Esa negación ha naturalizado la violencia como si fuera inevitable y ha debilitado la confianza ciudadana en la capacidad institucional para proteger la vida.
En este contexto, la inminente discusión del proyecto de presupuesto distrital para la vigencia 2026 se convierte en el hecho político más importante del año. No se trata solo de definir cifras ni de repartir partidas, sino de establecer el rumbo de una ciudad que parece debatirse entre la resignación frente a la inseguridad y la posibilidad de construir un nuevo pacto social que priorice la inversión en la gente. Este presupuesto, que supera los 4,5 billones de pesos, no puede entenderse como un instrumento contable ni como una simple sumatoria de obras, sino como una herramienta política para garantizar derechos, cerrar brechas y reconstruir el tejido social.
La violencia urbana se alimenta del abandono social y de la falta de oportunidades. Las bandas criminales reclutan con facilidad a jóvenes que crecen sin acceso a educación, empleo o participación. En los barrios más golpeados por la pobreza, la ilegalidad se convierte en la única forma de ingreso posible mientras la ausencia del Estado se traduce en desesperanza. Cada joven que cae en manos de una estructura delincuencial representa el fracaso de una política social que no llegó a tiempo. Por eso la verdadera política de seguridad debe ser una política de inversión social que amplíe la educación, la empleabilidad juvenil, el deporte, la cultura y los programas comunitarios.
La discusión del presupuesto no puede reducirse a la priorización de grandes obras. No habrá malecón que valga la pena si no somos capaces de garantizar que nuestros jóvenes vivan y sueñen sin miedo. Cartagena necesita una decisión política firme que coloque la inversión social por encima del cemento y que entienda que cada peso destinado a una oportunidad es una bala menos en la calle. Solo así podremos recuperar la esperanza y construir una ciudad más segura y justa.