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Columna

Los riesgos de una constituyente

El marco legal es claro: solo el Congreso puede aprobar, por mayoría absoluta, la ley que convoque la Constituyente.

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La propuesta de convocar una Asamblea Nacional Constituyente ha abierto un debate que atraviesa lo jurídico, lo político y lo social. No es la primera vez que en Colombia se plantea cambiar de raíz el orden constitucional, pero sí ocurre en un momento particularmente delicado. El país transita entre reformas estancadas en el Congreso, una peligrosa polarización social y la sombra de la incertidumbre económica. En este contexto, la Constituyente resulta inoportuna, inconveniente y un riesgo innecesario para la estabilidad nacional.

El marco legal es claro: solo el Congreso puede aprobar, por mayoría absoluta, la ley que convoque la Constituyente, y esta debe ser ratificada por al menos un tercio del censo electoral. Esa es la única ruta reconocida por la jurisprudencia de la Corte Constitucional. No existen atajos mediante firmas, decretos presidenciales o papeletas improvisadas.

Cualquier intento de desviar este camino debilitaría irreversiblemente la legitimidad del proceso e introduciría un caos legal que el país no puede permitirse.

Abrir un debate constitucional en medio de una ciudadanía profundamente polarizada y en un ambiente de desconfianza institucional garantiza que la Constituyente será más un catalizador de incertidumbre que un motor de consensos.

El riesgo es evidente: una Asamblea elegida en este clima de confrontación podría fracturar aún más la confianza pública y abrir un debate ilimitado sobre la estructura misma del Estado, la duración de los periodos de los cargos y otros asuntos que distraerían de las verdaderas urgencias nacionales: la crisis del sistema de salud, la seguridad, la reactivación económica y la superación de la pobreza. En el plano internacional, un proceso constituyente improvisado solo reforzaría la percepción de fragilidad institucional. Las alertas ya lanzadas por socios externos evidencian esa vulnerabilidad; un salto al vacío constitucional encarecería la confianza y ahuyentaría la inversión.

Colombia ya vivió, hace más de treinta años, un proceso constituyente que dio vida a la Constitución de 1991, el pacto fundacional de nuestra democracia moderna. La pregunta hoy no es si debemos repetirlo, sino si estamos dispuestos a cumplirlo. ¿Cómo justificar una reescritura total si los problemas actuales radican en la falta de voluntad política para aplicar lo que ya ordena la Carta del 91 en justicia, paz y descentralización?

Negar de plano la discusión sobre reformas sería desconocer el descontento social. Pero asumirla sin reglas claras ni consensos básicos sería irresponsable. El país necesita una agenda de reformas focalizada en lo urgente, una justicia cercana al ciudadano, una paz completa, derechos sociales efectivos y una descentralización real, no una reescritura total. Lo prioritario es un pacto político previo que evite que cualquier mecanismo de reforma se convierta en un campo de batalla ideológica sin salida.

La Constituyente puede ser una herramienta válida en un escenario de unión nacional, pero es una bomba de tiempo en medio de la polarización. La estabilidad del país exige que Gobierno y Congreso se concentren en destrabar las reformas pendientes y en cumplir la Constitución de 1991, antes que arriesgarlo todo con un proceso que promete más caos que soluciones.

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