En mi adolescencia, mientras rezaba el rosario con devoción de colegiala obediente, escuché que el primer mandamiento del diablo era “Haz lo que quieras”. Sonaba lógico: la educación religiosa que recibía se construía sobre la obediencia y el miedo, así que la libertad no podía ser otra cosa que un truco del mal.
El problema es que en la universidad me tiraron a la cara un librito de Fernando Savater: Ética para Amador. Mi profesor de Introducción a la Comunicación lo puso como lectura obligada. Y ahí estaba, negro sobre blanco, la misma frase que me habían presentado como satánica, era parte de todo un capítulo en el libro. “Haz lo que quieras”. El diablo en pasta. O al menos eso pensé en la primera lectura.
Savater realmente no hablaba de libertinaje ni de invocaciones oscuras. Lo que proponía era mucho más pragmático: elegir. Usar la cabeza y asumir las consecuencias. Justo a lo que invita la madurez. Muy distinto al sentido esotérico que le dio Aleister Crowley —ocultista británico que lo convirtió en la máxima de su doctrina, Thelema— “Haz lo que quieras será toda la Ley. Amor es la ley, amor bajo la voluntad”. Y distinto también a la resignificación que haría más tarde Anton LaVey en la Biblia Satánica. Para Savater, no se trataba de adorar al mal, sino de comprender que la ética nace de la libertad. Pero la coincidencia no dejaba de ser provocadora. ¿Y qué es más inquietante, al final: una misa negra o el derecho a pensar por ti mismo?
Hoy, en medio del barullo contemporáneo, la frase vuelve a tener filo. Líderes de opinión desdibujados y multiplicados por millones; influencers de todo tipo: que no saben hablar y arrastran multitudes, defensores del machismo, gente que sí sabe hablar, pero dice muchos disparates a millones de seguidores, influencian sobre ideas e ideologías nocivas. Voces que suenan inteligentes y terminan sembrando odio. ¿Pero quién define qué es nocivo? El algoritmo, quizás. O el mercado de la atención.
Una reflexión: la influencia ha sido utilizada para reproducir la estructura de manera sistemática, desconfía.
La influencia se ejerce sin pudor, y quienes alguna vez escribimos columnas con la pretensión de aportar algo terminamos pareciendo ingenuos. Yo, al menos, no me creo dueña de ninguna verdad: apenas tanteo en la oscuridad. Confieso mis buenas intenciones, que muchas veces se verán como torpeza. El ego, por supuesto, siempre está dispuesto a disfrazar las convicciones de certezas absolutas.
Por eso prefiero volver a la herejía inicial: haz lo que quieras. No como licencia para el capricho, sino como la única forma de sobrevivir al ruido. No te encierres, no te protejas demasiado. Mira el mundo, escucha al otro, rompe la burbuja. Y cuando creas que ya lo entendiste todo, desconfía: seguramente habla el ego, no tú.
Al final, si hay un principio real —religioso, laico o blasfemo— no es otro que ese mandato tan simple y tan impracticable: amar al prójimo como a uno mismo. Y qué fracaso más grande hemos hecho de eso. Así que sí, haz lo que quieras. Pero recuerda que siempre habrá alguien dispuesto a llamarlo pecado.