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Columna

El estigma del defensor

“A los abogados no debe preocuparnos el estigma, pues siempre habrá juicios contra nosotros, pero lo esencial es avanzar sin dejarnos doblegar por la crítica y cumplir con nuestra función sin miedo...”.

Enrique Del Río González

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“A algunas personas no les gustan los abogados, hasta que los necesitan”.

Kenneth G. Eade

El derecho a la defensa constituye un pilar esencial de todo sistema de justicia; dada esa relevancia los abogados deben ejercer su profesión libremente y sin temores. En este sentido, la ONU ha enfatizado, a través del Principio Básico sobre la Función de los Abogados N° 18, que “los abogados no serán identificados con sus clientes ni con las causas de sus clientes como consecuencia del desempeño de sus funciones”.

En otras palabras, defender a una persona no convierte al abogado en cómplice ni portavoz de los actos imputados al defendido. Su rol es garantizar el proceso justo, por ello, resulta incorrecto estigmatizar a un litigante por representar a alguien señalado de un delito. Todos merecen una defensa técnica y sería imposible brindarla si cada abogado temiera cargar con la misma condena social que su defendido. Además, porque ser acusado no equivale a ser culpable, de hecho, una proporción nada despreciable de procesos termina en absolución.

Aquí radica la grandeza del defensor, es un dique de contención frente al poder punitivo del Estado y, es claro que el ejercicio libre de la abogacía no significa que todo vale en nombre de la defensa. Muy por el contrario, la profesión está regida por normas deontológicas estrictas; un buen abogado sabe que su misión es buscar la justicia y la verdad para su cliente, dentro del marco de la ley. Esto implica usar las herramientas jurídicas legítimas, pero nunca cruzar la línea hacia la trampa.

De hecho, Couture incluyó la lealtad como uno de los mandamientos esenciales de la profesión. Este principio resume los límites y obligaciones del abogado y confirma que este no puede, ni debe ser cómplice de actividades criminales en nombre de la defensa. La abogacía, bien ejercida, enarbola las banderas del Derecho y de la Justicia, y un abogado defensor honorable cumple su misión, guiado por la ética; su papel no es obstaculizar la justicia, sino más bien humanizarla y equilibrarla.

El ejercicio profesional de la defensa es un derecho sagrado y pretender la satanización derivada de esa función constitucional es un despropósito, un gesto de ignorancia y, más que eso, la prepotencia que sugiere una supuesta superioridad moral que se acaba cuando llega un cuestionamiento, porque nadie está exento de enfrentar un proceso. Cuando eso ocurre, entonces sí se valora la garantía que ofrece un abogado, esa misma que quizá antes en algunos producía urticaria.

Por eso, no debe preocuparnos el estigma, pues siempre habrá juicios contra nosotros, pero lo esencial es avanzar sin dejarnos doblegar por la crítica y cumplir con nuestra función sin miedo; para los demás, no sobra recordar que, honrar la libre práctica de la abogacía es una garantía para toda la sociedad, pues sin abogados libres no hay defensa posible.

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