En Colombia, el Estado ha encontrado una forma legal de matar dos veces. La primera muerte es simbólica, ocurre cuando, bajo la figura de extinción de dominio, arrebata a un animal de su hogar, lo despoja de su vínculo afectivo y lo convierte en un frío activo patrimonial. La segunda muerte es literal y agónica, sucede en potreros desolados, donde cientos de caballos, mulas y otros animales incautados mueren de hambre, sed y abandono bajo la custodia de un Estado que demuestra ser tan negligente como cruel.
La situación es una vergüenza nacional. Recientes denuncias, como las expuestas por la senadora Andrea Padilla, revelan una crisis humanitaria animal que se desarrolla a la vista de todos, “equinos en los huesos, cubiertos de llagas, con cólicos no tratados y sin acceso a lo más básico como agua o alimento”. Estos animales, tomados como medida cautelar en procesos judiciales, son entregados a la Sociedad de Activos Especiales (SAE), una entidad que, en la práctica, les firma una sentencia de muerte lenta.
Aquí yace la primera gran hipocresía. Mientras el país celebró avances como la Ley 1774 de 2016, que reconoció a los animales como seres sintientes, y la reciente ley 2455 de 2025 que castiga el maltrato, resulta que el propio Estado se convierte en el principal violador de esta norma.
La ley de extinción de dominio incentiva al Estado a ser un administrador rentable. Este enfoque, ya cuestionable con bienes inertes, se vuelve monstruoso cuando se aplica a seres vivos, pues, el Estado, en su afán de maximizar ganancias, minimiza costos, y en esta macabra contabilidad, la vida de un animal es el primer gasto que se recorta y, a diferencia de un edificio que se deteriora o un carro que se oxida, la vida de un animal es irrecuperable.
Para muchos, estos animales no son solo una propiedad, sino parte de su familia y, en muchos casos, el único patrimonio emocional que poseen y la leymignora por completo este vínculo. La extinción de dominio es, por sí sola, una de las medidas más severas de nuestro ordenamiento jurídico.
Esta situación no es una simple falla administrativa, es una profunda crisis moral. Un Estado que no puede garantizar las condiciones más básicas de vida para los seres bajo su custodia pierde toda autoridad para ejercer medidas tan drásticas. Por eso, es urgente una reforma, porque si el Estado no puede asegurar la dignidad de los animales que incauta, no tiene derecho a tomarlos. Se necesita un protocolo de bienestar animal obligatorio y con supervisión estricta para la SAE, que priorice la vida sobre el lucro. De lo contrario, seguiremos siendo cómplices de un sistema que, en nombre de la ley, comete la más flagrante de las injusticias.