El problema son las instituciones, dicen unos. El problema es el modelo económico, dicen otros. El problema son las infraestructuras, afirman estos. El problema es el nivel de formación de los ciudadanos, señalan aquellos. Razones para explicar por qué un país triunfa o fracasa hay muchas. En gran medida, depende de a quién se pregunte que nos dé una respuesta u otra. Si se pregunta a un jurista, el problema siempre serán las leyes y si se pregunta a un economista, la economía. Cada día que pasa yo, por el contrario, pienso más intensamente que el problema, el verdadero problema, la raíz del problema, la causa última de que un país no se desarrolle o que, una vez desarrollado, degenere, son las élites políticas.
¿Quién aprueba las leyes? ¿Quién decide el modelo económico? ¿Quién ordena la construcción de infraestructuras, o diseña el sistema educativo? Son las élites políticas. Son estas élites las que actúan en nombre de los intereses del país o en nombre de sus propios intereses. Los que optan por abrir el país al mundo o por encerrarlo. Los que permiten la libertad o la limitan tanto como pueden. Históricamente, han sido las élites, sus luchas internas, sus disputas con otras élites y su circulación en el poder las que han determinado el devenir de un país. Por ello, sin negar que las instituciones, el modelo económico y otras razones definen cómo es un país, tampoco es posible negar que quienes están detrás de todos esos factores no son otros sino nuestros amados políticos.
El problema es que, triste y lastimosamente, en el presente vivimos a nivel mundial un momento histórico de bajísimo nivel en nuestras élites políticas. La mayoría suele no tener estudios, ni formación de ningún tipo. Acostumbran a ser cantamañanas mucho más interesados en fomentar el conflicto y la polarización que en resolver problemas y tienen, cada vez más, una peligrosa tendencia al autoritarismo. Personajes o personajillos como Bukele, Trump, Petro, Netanyahu o Sánchez son buenos ejemplos en nuestras democracias occidentales. Pero es que incluso si se compara el nivel de las autocracias del pasado con el actual el resultado es pésimo: ni Xi está al nivel de Deng, ni Putin al de Brezhnev. Su mediocridad es, por supuesto, la mediocridad de sus pueblos. No son extraterrestres. Son nuestra imagen en el espejo. Vivimos tiempos de caída dramática del nivel medio de inteligencia (no hablemos ya de la cultura) y los políticos, en el fondo, no son más que el triste reflejo de eso.