El amor es el hilo que ha tejido los mitos, las religiones, los poemas y las revoluciones. No es un lujo del espíritu, es el cimiento de la existencia. Allí donde ha habido historia, el amor ha sido su motor: desde el cuidado materno que garantiza la vida, hasta el impulso erótico que renueva generaciones, pasando por la compasión que funda ciudades más justas y la amistad que sostiene proyectos comunes.
Amar es reconocerse frágil y, aun así, elegir no hundirse en el aislamiento. Es la posibilidad de transformar la supervivencia en vida digna, alegría, entrega, reciprocidad. En la historia de la humanidad, el amor ha sido refugio, deseo, amistad, don, riesgo, deber radical. Ha sido el fuego que protege del frío de la soledad y enciende la chispa para trascender.
Para muchas corrientes filosóficas, el ser humano se constituye en la mirada del otro. Sartre lo expresó como un espejo que nos revela nuestra existencia. Por eso, cuando esa mirada falta, la persona puede sentirse borrada, como si existiera en una sombra donde nadie confirma su presencia. En ese caso, donde la soledad no es elegida, se siente un vacío impuesto, es una sensación de que la vida no encuentra eco.
Y es ahí, donde ninguna autocompasión puede sustituir la caricia del otro, aunque es cierto, que, en ese territorio áspero, quizá la opción es hacerse testigo de la propia existencia para que germine la semilla de la dignidad y la resistencia. Los místicos, los estoicos y los sabios orientales han mostrado que en el recogimiento interior también habita una fuente de amor como claridad del ser, pero insisto, la soledad no elegida, es herida, es rechazo y duele en lo más profundo.
No siempre la ausencia de amor es señal de carencia ontológica. Es más bien una expresión del riesgo que implica la condición humana: que, siendo seres hechos para la relación, podemos caer en el desierto de la indiferencia. Entenderlo es reconocer que la humanidad entera tiene allí una deuda: crear sociedades donde nadie quede sin ser mirado, donde cada vida encuentre al menos un lazo de reconocimiento.
Mientras tanto, pensemos el amor como apertura al arte, a la naturaleza, a la comunidad, a la amistad. Esta última se cultiva a fuego lento, da permanencia y es una compañía que no exige exclusividad, ni reclama posesión.
Amor y amistad no son adornos festivos, son experiencias que definen la trama misma de la humanidad. El primero, con su vértigo y su herida. La segunda, con su constancia, nos recuerda que la vida requiere testigos. Entre ambos se juega la existencia.
Solo quien ha sentido el frío de no ser nombrado comprende el calor que puede traer una voz que dice: “Te veo, estás aquí, no estás solo”. La soledad revela algo esencial: que el deseo de vínculo no es debilidad, sino prueba de que estamos vivos. Regala tu mirada, tu mano, tu compañía, celebra la vida abrazando el amor y la amistad, no en una tienda, no con un regalo, sino con permanencia, cuidado y un profundo respeto por la diferencia. (A mis amigas Yadira y Rosa, gracias por su permanencia.)