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Columna

De lo sublime a lo banal

“... O si, por el contrario, estamos condenados a vivir en este permanente escenario de ‘perrateo’, donde lo más sagrado se ha vuelto trivial”.

Enrique Del Río González

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Vivimos en una época de paradojas. Nunca habíamos tenido tantas herramientas para conectar y, sin embargo, la verdadera conexión parece más esquiva que nunca. Un reciente y sonado caso de filtración de un video íntimo, más allá del morbo que inevitablemente suscita, nos sirve como un crudo espejo de una realidad preocupante.

Aquello que pertenecía a la esfera más sagrada del ser humano como son la intimidad, el amor y la sexualidad, se ha convertido en espectáculo público, despojado de su belleza y misterio. Lo que antes era un acto de entrega y confianza o un lenguaje secreto entre dos personas, hoy se ve reducido a un producto de consumo masivo, expuesto, juzgado y, lo que es peor, capitalizado. Hemos transformado lo privado en un circo mediático donde la dignidad es la primera víctima.

Este fenómeno no es casual, sino la consecuencia directa de una cultura que lo monetiza todo. La desgracia ajena, la sexualidad, los momentos más vulnerables; todo es susceptible de convertirse en un activo para generar réditos económicos o, en su defecto, la efímera fama de la viralidad. Las redes sociales, que prometían un mundo más conectado, han mutado en un mercado de egos donde se amplifican las miserias humanas con tal de obtener un clic, una visualización, un instante de notoriedad.

La pornografía, antes un tabú, se ha generalizado de tal manera que la exposición del cuerpo y la sexualidad se ha convertido en la regla general y no en la excepción. Se ha instaurado una suerte de atletismo sexual, una competencia de cuerpos y resistencias que establece un prototipo de sexualidad deshumanizado, medido en intensidad física y desprovisto de la fragilidad y la ternura inherentes al amor.

Esta decadencia de lo íntimo tiene un efecto corrosivo en nuestra percepción del mundo. La desnudez, que antes podía impactar, hoy es tan omnipresente que lo que realmente sorprende es el recato. Quizá, como algunos argumentan, somos anacrónicos al juzgar el presente con valores del pasado. Quizás esta nueva normalidad es, simplemente, el signo de los tiempos. ¿Pero a qué costo? La fraternidad se ha vuelto frágil, el respeto a la diferencia es una rareza y el debate público se ha convertido en un campo de batalla donde todo vale.

Estamos en una encrucijada, de verdad que las reglas del juego social han cambiado y no parece que para bien. El odio y la búsqueda de la viralidad a cualquier precio han envenenado el sistema. La pregunta que debemos hacernos es si aún estamos a tiempo de recuperar algo de lo sublime que hemos perdido, de reconstruir los diques de la intimidad y el respeto antes de que la banalidad lo inunde todo. O si, por el contrario, estamos condenados a vivir en este permanente escenario de ‘perrateo’, donde lo más sagrado se ha vuelto trivial. La respuesta, me temo, no es sencilla, pero la reflexión es más necesaria que nunca.

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