El pueblo de Israel, al ver que Moisés se demoraba conversando con Dios en el Sinaí, forjó un ídolo de oro y comenzó a adorarlo. Sin embargo, Dios permitió que Moisés intercediera por su pueblo y, conmovido por su súplica, lo perdonó.
¿Cuántas veces nosotros, apegados a las cosas materiales, no damos a Dios el primer lugar que se merece, y no le entregamos nuestro amor con todo el corazón y con toda el alma? A lo largo de las Sagradas Escrituras*, el Señor nos recuerda que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva en su gracia.
Con el Salmo 50*, llamado por la Iglesia Miserere, el pueblo de Dios eleva su clamor pidiendo perdón, purificación y un corazón nuevo:
“Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”.
Por eso se nos invita a quebrantar el corazón y a hacer un examen de conciencia a la luz de los diez mandamientos, las bienaventuranzas y las enseñanzas de Jesús. Vale la pena preguntarnos: ¿están nuestros sueños y metas orientados al amor de Dios? ¿Buscamos identificarnos con Cristo para ser sus testigos en nuestra vida cotidiana, en la familia, en el trabajo y en todos los ambientes donde nos desenvolvemos?
¿Aprovechamos los sacramentos como los medios que Jesús nos dejó para permanecer con nosotros, comunicarnos su amor, perdonarnos, reconciliarnos y nutrirnos con su vida eterna? ¿Respondemos al llamado de salir de nosotros mismos para servir a los demás? Solo Dios puede reparar nuestro corazón, llenarlo con la gracia de su amor y dar eficacia a nuestras obras.
El testimonio de san Pablo a Timoteo* es un ejemplo elocuente de la compasión divina. Pablo reconoce que, a pesar de haber perseguido a los cristianos, Dios tuvo misericordia de él, le concedió su gracia y su sabiduría, y lo transformó en su testigo. Toda la gloria es para Dios, que obra en quienes confían en Él.
Asimismo, san Lucas* nos transmite las parábolas de la misericordia con las que Jesús muestra la alegría que hay en el cielo por un corazón arrepentido: la oveja perdida y hallada por el pastor, la moneda buscada con empeño por la mujer y el hijo pródigo recibido con los brazos abiertos por el padre, restaurado en su dignidad y celebrado con inmenso amor. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
Reconciliémonos con Dios. Él es la fuente de todo bien, bondad, paz y amor. Unidos a Él podremos ser testigos de su amor ante los demás. Reconciliados con Dios... será más fácil reconciliarnos entre nosotros y trabajar por construir la civilización del amor: basada en la bondad, el respeto, el cuidado mutuo y la solidaridad.
*Ex 32, 7-11.13-14; Sal 50; 1 Tim 1, 12-17; Lc 15, 1-32.
**Economista, orientadora familiar y coach personal y empresarial.