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Columna

Sin futuro

“Las autoridades saben qué hacer. A los demás les propongo acciones personales...”.

MARTHA AMOR OLAYA

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Sería tan fácil mirar hacia otro lado y convencernos de que es “otro caso” más. Pero no, siempre es el mismo, el de una sociedad que se rompe por su línea más frágil y revela, la clase de adultos que somos.

En Colombia, a los niños se les asesina y se les desaparece con una regularidad obscena. Medicina Legal registró 594 homicidios de menores en 2024. No son cifras: son pupitres vacíos, camas que no se desacomodan, mascotas que se quedan esperando. 594 huecos en el país, en 12 meses.

En 2024 se reportaron 1.953 menores desaparecidos; la mitad no ha sido localizada. ¿Se imagina la eternidad de un padre frente a un celular sin señal, que no entiende de desayuno ni de lunes? En el primer semestre de 2025 ya iban 837 desapariciones de niños y adolescentes; el 67 % eran niñas.

UNICEF calcula que más de 50.000 niños han sido asesinados o heridos desde octubre de 2023 en Gaza. Además, la hambruna, en julio, se detectaron casi 5.000 casos de desnutrición aguda infantil en apenas dos semanas. Son centímetros perdidos de estatura, neuronas que no llegan a cablearse, y de ahí en adelante todo mal.

“The Voice of Hind Rajab”, la película que estremeció Venecia, registra, desde una cabina de emergencias, la voz de una niña de seis años atrapada entre cadáveres rogando por ayuda. Resiste horas hablando con los operadores. Cuando por fin intentan rescatarla, matan a los paramédicos. La película no muestra sangre; no hace falta, basta la respiración de Hind en el auricular para entender que lo inaceptable persiste. Cuando un festival de cine necesita mostrarlo, el sistema moral de los adultos se ha descompuesto.

¿Qué le gritamos al mundo desde esta orilla? Que no nos acostumbremos. Que la normalización es otra forma de violencia. Que ningún conflicto, ninguna crisis económica, ninguna discusión jurídica justifica reducir a un niño a la condición de “daño colateral”. Y que la primera obligación de cualquier Estado y cualquier persona es protegerlos.

Sin los niños, muy difícilmente se nombraría la ternura, la confianza, el juego. Las ciudades perderían su gramática de parques y se llenarían de jaulas. Los maestros se volverían burócratas del trauma. Las madres aprenderían a dormir en el silencio más hondo y los padres a vivir sin aire. Hay que dejar los eufemismos “situación”, “hecho”, “caso” y de hacer del idioma una sábana para tapar los pies del monstruo.

Las autoridades saben qué hacer. A los demás les propongo acciones personales como no compartir imágenes que revictimizan; exigir a los medios menos morbo y más contexto; apoyar a las organizaciones de familias buscadoras; aprender a activar rutas de protección, denunciar. Convertir el “qué horror” en “qué hago”.

Garanticemos el trayecto de un niño hasta su casa. Defender la infancia es la única forma de no fracasar como humanidad. Que nadie nos vuelva a obligar a escuchar, la respiración de un niño que espera y nadie llega. Porque ese silencio, el de después, nos condena a vivir en un país sin futuro.

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