La inquina inicial de tantos compositores latinoamericanos por las técnicas de Schönberg y sus discípulos, tomó matices políticos. Según transcurría la emancipación intelectual del continente, se fueron dibujando dos ‘bandos’: modernista y nacionalista; el gigante Ginastera navegó entre ellos hasta encontrarse. En 1950, el brasileño Mozart Camargo Guarnieri atacó el dodecafonismo en la prensa, tildándolo de tendencia “antipopular”, “antinacional” y “refugio de compositores mediocres”, en sintonía con los decretos soviéticos de Zhdánov contra el “formalismo”, emitidos en 1948. Tras su fachada accesible, el tal ‘nacionalismo’ también guardaba sorpresas experimentales desde lo figurativo, como el acorde espectral -un ruido ferroviario- que cierra las ‘Bachianas Brasileiras N° 2’, de Villa-Lobos, de 1930.
Como se arguyó en columnas anteriores, la modernidad de Adolfo Mejía no se arraigó en la experimentación técnica, sino en la expresión de una realidad sonora desde la transversalidad referencial. Lo moderno en su ‘Pequeña Suite’ fue la divulgación de lo marginado y lo prohibido, así como su inclusión íntegra en el medio sinfónico. Mal habría tolerado Cartagena las disonancias de la Segunda Escuela de Viena, la polirritmia acrobática de Stravinski y demás audacias alcanzadas por la música europea en 1938. Hombre erudito y de mundo, Mejía debió intuir que su entorno no le perdonaría un modernismo radical ni cualquier postura estética resueltamente iconoclasta y, quizás por eso, se desprende de su legado cierta prudencia que con acierto evoca la macondiana resistencia al cambio de la ciudad inmóvil, al igual que el corsé formal del soneto parece amurallar los versos del ilustre ‘Tuerto’.
Un compositor caribeño que se arriesgó a experimentar fue el injustamente olvidado Raúl Mojica Mesa (1928-1991), natural de Lagunita (La Guajira): un poblado a orillas del río San Francisco, limítrofe con el Cesar, junto a la Sierra Nevada. De abuelo organista y padre acordeonero, Mojica estudió música académica en Cartagena y luego en Bogotá y en Alemania, pero su pasión por la música indígena de su región y de los Llanos Orientales (en especial la arhuaca y la guahíba) lo llevó a realizar una detallada investigación etnomusicológica que luego sintetizó en un estilo compositivo único y sin compromisos.
Mojica emancipó la disonancia desde el estudio minucioso de su ancestralidad -como lo hiciera Bartók- sin filtrar sus observaciones por ningún prisma idealizante. Con esa crudeza nata de lo genuino, fiel a sí mismo, usó recursos politonales y nociones dodecafónicas para presentar paisajes sonoros dignos de Schafer, mientras en la academia colombiana andina, el tímido dodecafonismo de Roberto Pineda Duque o de Fabio González Zuleta, dimanaba sobre todo de raíces y de razones europeas.