Durante décadas, el libro ha sido el símbolo inequívoco de la erudición. Sostener uno representaba valores admirables, tales como estudio, responsabilidad intelectual, sed de conocimiento. Era la vía más expedita hacia la cultura, el camino para nutrir el intelecto. Sin embargo, en nuestra era digital, esta noble representación se ha vuelto más compleja y, a menudo, superficial.
La realidad es incómoda, leer requiere concentración genuina. Quien ha intentado sumergirse en las páginas de un buen libro mientras está en la playa, rodeado de distracciones o en el bullicio del transporte público, sabe que la verdadera lectura demanda condiciones propicias. Si ya resulta desafiante concentrarse en la tranquilidad de una biblioteca, qué decir de esos escenarios pintorescos que tanto proliferan en redes sociales.
Aquí surge el fenómeno de la “performance del lector”, esas fotografías cuidadosamente compuestas donde alguien posa con un libro en una piscina, en una vista paradisíaca o en una biblioteca estéticamente perfecta. La imagen sugiere profundidad intelectual, pero la brecha entre apariencia y realidad puede ser abismal. Las redes sociales han creado una sociedad del fingimiento donde es más importante parecer culto que realmente serlo.
La inteligencia artificial ha agravado esta situación. Ahora es posible extraer resúmenes de resúmenes, obtener frases célebres de libros jamás leídos y posar como intelectual sin haber invertido una sola hora en estudio real. Vivimos en una época donde abundan los “caciques” y escasean los “indios”, donde todos quieren ser maestros, pero pocos aceptan ser aprendices.
El peligro no radica en que las personas busquen proyectar una imagen cultivada, sino en la velocidad con que se asumen roles de expertos sin fundamento. En cada controversia, en cada tema de actualidad, surgen voces que reclaman autoridad instantánea, que saltan a opinar sin reposo, sin estudio, sin la humildad que requiere el verdadero conocimiento.
No se trata de desalentar la lectura en cualquier formato. Es maravilloso que las personas retornen a los libros o consuman contenido enriquecedor. La vida debe vivirse con alegría, y cada uno debe recorrer el camino intelectual que más le satisfaga. El problema surge cuando confundimos la pose con la sustancia o cuando el símbolo reemplaza al contenido. En una sociedad que paradójicamente valora más la música chatarra y las estupideces virales que el pensamiento profundo, el libro corre el riesgo de convertirse en un mero accesorio de imagen personal.
La verdadera erudición no se fotografía. Requiere tiempo, paciencia y honestidad intelectual y en un mundo obsesionado con la inmediatez y la apariencia, donde muchos quieren parecer lectores, pero pocos quieren leer, quizá el acto más revolucionario sea leer de verdad, sin cámaras, sin poses y sin necesidad de demostrar nada a nadie.